La historiografía mexicana, luego del boom de la historia regional entre los decenios de los ochenta y los noventa del siglo XX, después de la época gloriosa de la fragmentación temática entre la historia social y económica, pero también cultural, de los noventa; ha venido experimentando una gran crisis en el mundo de la academia.
La historiografía académica decantó en cerros y cerros de libros y revistas producidos en las universidades y centros de estudios, pero también en ciertas editoriales, con sesudos hallazgos de investigación y análisis e interpretaciones. Páginas y páginas publicadas sobre temas y temas, problemas de investigación dicen. Bodegas y librerías llenas de ejemplares editados, que no causan mayor interés más que a los especialistas y que no se venden. Historiadores orgullosos, muchos de ellos tesistas de licenciatura o maestrías y doctorados, investigadores adscritos que publican sus libros y artículos para hacer puntos en los estímulos y en el Sistema Nacional de Investigadores. La historiografía mexicana se incrementó considerablemente en los últimos 25 años. Un auge sin precedentes. Pero, por desgracia, toda esa producción no vende, no se lee. Sólo los especialistas se leen entre ellos, una minoría.
Las aportaciones historiográficas decantaron en un amontonadero de datos, fechas, personajes, acontecimientos, fuentes, localidades, espacios, periodos y, lo peor, en conceptos y conceptos, descripciones de las descripciones. Imposible continuar con una línea de lecturas o de análisis historiográficos ante un cúmulo alucinante de conocimientos históricos, ya sea sobre el periodo prehispánico, o acerca de los trescientos años de la Colonia, el siglo XIX, la revolución mexicana o la posrevolución y el periodo contemporáneo. Ya ni se diga acerca de efemérides de las efemérides. La historia local y regional y nacional o también diplomática se vieron estimuladas por la gran productividad de los historiadores académicos.
No hay estado de la república que no cuente con aportaciones historiográficas provenientes del mundo académico. La fragmentación de temas es multiheterogénea y muy diversa y plural. Las ramas de la historia económica, social, política, cultural y territorial se han visto beneficiadas por la investigación constante, adicionada por la celebración de congresos, conferencias, reuniones, intercambios indispensables para divulgar el conocimiento y las interpretaciones emprendidas. Toda esta producción, sin embargo, está guardada en bodegas, bibliotecas y librerías.
Las celebraciones sobre los doscientos años de la independencia nacional y los cien años de la Revolución mexicana, antes, durante y después del año 2010, estimularon una producción abundante en los estados de la república, muchas veces concentrada en el rescate de fuentes y testimonios y muy poco en producción novedosa o de impacto en el público. Abundaron obras colectivas coordinadas por historiadores destacados, que quisieron englobar o brindar muestras de las historias de esos periodos en los estados de la república. Los académicos le tuvieron que entrar a la divulgación en Internet, Televisión y Radio, porque en sus espacios brilló por su ausencia el gran público y, aún así, mucha de esa producción de difusión mostró lo aburridos que somos los historiadores al exponer nuestros productos historiográficos, la mayoría brindamos datos, fechas, nombres, personajes, conceptos, periodos y curiosidades descriptivas, porque las exposiciones las centramos en guiones que leemos y no platicamos. Ya no se diga en las reuniones académicas, con nula o escasa asistencia del público.
La producción historiográfica académica no causa mayor interés en el gran público, es aburrida, sosa, pesada, descriptiva al más no poder, con enredos conceptuales algunas veces. No se cuenta bonito, no se expone entretenido, el discurso es hasta antipático y cretino o leidito, con infinidad de fuentes y citas pesadas de leer, donde se parafrasea a testimonios o a otros historiadores, con citas textuales inmensas o recuento de papeles. La narrativa accesible no se les da a los historiadores académicos por nada. Montones de libros en la bodega, que no se venden, revistas gordísimas atiborradas de letras con muchas páginas. Las exposiciones orales, por regla general, son leídas o basándose en una pantalla con información que se lee desde un pódium o estrado o una mesa. Leen currículum con toda la trayectoria de los conferencistas, que aburre al público, que no viene al caso.
Los historiadores académicos aburren, se leen y exponen entre ellos mismos. Hablan de hallazgos y elucubraciones, se creen espías del pasado que informan a los lectores o al público, algunas veces hasta enjuician. No son divertidos, mucho menos narrativos. Se encuentran atrapados en el dato, en la fuente, en la cita rimbombante, en citar a otros, en ahogarse en servilismo con otros historiadores. Escriben y exponen para historiadores, no para los estudiantes, mucho menos para la gente interesada en la historia. Persisten y persisten en libros abultados, apretados de redacciones, atiborrados de citas textuales y notas al pie de página, con extensas bibliografías. Su léxico es aburrido, anquilosado, incluso si van a difundir su obra en Radio, Televisión o en medios digitales. Pocos, una minoría contada con los dedos de las manos, salen de esas características.
Lo anterior ha ocasionado que la historiografía mexicana sufra una grave crisis de identidad y de fortaleza e impacto en la sociedad. Por eso la historiografía mexicana ha sido invadida y rebasada por los divulgadores históricos, que no son historiadores profesionales, que provienen de otras disciplinas y que tienen el impacto que tienen en las publicaciones y la difusión mediante medios electrónicos de todo tipo.
La divulgación histórica ha rebasado con creces las aportaciones de los historiadores académicos, prácticamente desde finales del decenio de los ochentas del siglo XX. La producción divulgadora ha estado presente en las historias vinculadas con la independencia, la reforma, la revolución y el periodo contemporáneo. La utilización de la iconografía, la fotografía, el cine, las imágenes, los testimonios fílmicos, la historia oral, los testimonios y las fuentes primarias, adicionadas a un discurso accesible y narrativo, han dado por consecuencia un boom en la producción, enlazado a los medios electrónicos y digitales, pero también en la realización de documentales y programas de televisión, programas de radio, revistas de gran circulación con textos e imágenes, museos y repositorios de la historia. Llegar al gran público ha sido la clave principal del éxito de la divulgación histórica en México.
Grandes historiadores profesionales lo han advertido desde finales de la década de los noventas en México. La historia académica tendría que abrirse, oxigenarse, reinventarse, para sobrevivir en el siglo XXI y brindar una oferta intelectual que permita el conocimiento de la historia a los estudiantes en formación primaria, secundaria y preparatoria, lo que estimularía la rama de la enseñanza de la historia inclusiva para los maestros, pero también a ese gran público interesado en el pasado nacional, sus acontecimientos, sus personajes, sus hechos.
Los historiadores académicos acusan a los divulgadores históricos de no utilizar las fuentes y los métodos de la historiografía, sin ofrecer el punto medio en torno a la narrativa y las maneras de difundir y enseñar el conocimiento histórico. En contra posición, los divulgadores históricos acusan a los académicos de ser aburridos y concentrados en el dato o la fuente, los acusan prácticamente de positivistas antiguos, cuyas producciones no son del interés de las personas adictas a la historia o de los estudiantes de todos los niveles. Aquellos dicen que estos son unos falsificadores y que utilizan a la historia a su modo, pero sin proponer el sendero adecuado que favorezca que la gente se interese por las producciones académicas.
El debate y la polémica entre historiadores profesionales académicos y divulgadores históricos no ha llegado a ninguna meta concreta. Lo que sí puedo decir como historiador profesional es que debemos llegar a un punto medio. Los historiadores debemos formarnos en la divulgación, cómo hacerla, cómo producirla, cómo estimularla. Es la única manera en que la historiografía mexicana pudiera verse beneficiada en estos tiempos. Las producciones deben estimular la enseñanza de la historia e interesar a los consumidores.
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