Entre
el 14 de mayo y el 15 de agosto de 1923, los comisionados estadounidenses
Charles Beecher Warren y John Barton Payne, así como sus homólogos mexicanos
Ramón Ross y Fernando González Roa, se reunieron en la Ciudad de México en el
número 85 de la calle Bucareli para “alcanzar un entendimiento satisfactorio” entre
México y Estados Unidos, con el propósito de negociar la Convención de
Reclamaciones Especiales para la resolución de las demandas de ciudadanos
estadounidenses provenientes de actos revolucionarios en México en el periodo
del 20 de noviembre de 1910 al 31 de mayo de 1920; la Convención de
Reclamaciones Generales, que se refería a las quejas de ciudadanos de cada país
en contra de del otro, desde 1868, y un “entendimiento mutuo” para los asuntos
relacionados con el subsuelo y cuestiones agrarias mexicanas que
condicionarían, fundamentalmente, la reanudación de relaciones diplomáticas
entre Estados Unidos y México, interrumpidas desde 1920. Diecinueve juntas o
sesiones se llevaron a cabo entre los comisionados de ambos países, fungiendo
como secretarios, por los estadounidenses, L. Lanier Winslow, que contó con un
auxiliar, H. Ralph Ringe, y por los mexicanos, Juan Urquidi, quien no contó con
auxiliar.
En
lo formal, las reuniones de estos comisionados tuvieron la intención de crear
tres acuerdos. Uno, el documento sobre la Convención Especial de Reclamaciones,
dos, el texto de la Convención de Reclamaciones Generales, y tres, las minutas
o actas que establecían los acuerdos o disquisiciones relativas a temas como el
subsuelo o la cuestión agraria, que debían certificarse. Los primeros dos
acuerdos debían ser ratificados por los ejecutivos y los Congresos de ambos
países, mientas que los acuerdos de las minutas, luego llamados “acuerdos
extraoficiales”, serían solamente certificados por los ejecutivos.
En
conjunto, estos acuerdos o negociaciones darían la pauta para el
restablecimiento de las relaciones diplomáticas que, en lo político,
significaban un convenio entre el presidente estadounidense Warren G. Harding y
su homólogo mexicano, Álvaro Obregón, para que este último recibiera el
reconocimiento diplomático y, por ende, la solución formal que sirviera de base
para la agenda bilateral, aunque su significado político tuviera otras
connotaciones para ambos países.
Las
reuniones celebradas, así como sus causas y consecuencias en lo formal, legal,
diplomático o político han recibido el nombre de “conferencias”, “convenios”,
“acuerdos”, “negociaciones”. Todas estas definiciones pueden ser válidas, aunque
sus significados han variado dentro de la historiografía sobre el tema que, por
lo demás, ha sido desde el enfoque testimonial, aportado por protagonistas y
testigos, el académico relacionado con el derecho, la historia o el periodismo,
sobre todo en lo que se refiere a lo político y lo diplomático. Todos
coinciden, sin embargo, en la supeditación y la desventaja que tuvieron esas
reuniones para el gobierno mexicano, el cual, ante la búsqueda del casi
necesario e indispensable reconocimiento diplomático, tuvo que aceptar la
injerencia política de Estados Unidos en asuntos internos de México,
fundamentalmente por poner en la mesa de discusión de las citadas reuniones el
análisis de temas sensibles, como la aplicación del artículo 27 constitucional
en lo relacionado a la cuestión agraria y del subsuelo; la aplicación
retroactiva de la ley establecida en la Carta magna de 1917, con todo lo que
implicaba en la aplicación del Derecho Internacional; el pago de la deuda
externa mexicana, que involucraba al Comité Internacional de Banqueros, con
sede en Nueva York, ya con acuerdos anteriores, signados en el convenio entre
Adolfo de la Huerta, secretario de Hacienda, y el presidente del Comité, Thomas
J. Lamont, en 1922 en Nueva York, el sistema impositivo vinculado a las
exportaciones del petróleo mexicano; las deudas por el sistema ferroviario con
que contaba el país, dependientes de empresas americanas; la reforma agraria
aplicada a propiedades de ciudadanos estadounidenses en beneficio de los
campesinos mexicanos, política considerada como “confiscatoria” por los
comisionados estadounidenses; el crédito internacional necesario para la
reconstrucción económica del país, que tuvo un acuerdo previo en 1922, el cual
no se respetó en aquel momento.
Los
llamados Tratados de Bucareli representaron, desde entonces, una “leyenda
negra” de la política y la diplomacia mexicana del obregonismo. Todas las
versiones indicaban que, además de los temas abordados, se habían celebrado
acuerdos “extraoficiales” que dañaban la soberanía nacional, lesionaban la
Constitución de 1917, supeditaban a México al marco de influencia financiera y
económica estadounidense y, lo peor, que comprometían al país en su desarrollo
económico y político interno para el futuro. Todo se debía a la necesidad del
reconocimiento diplomático, que daría por resultado el apoyo financiero,
militar, tecnológico y político de Estados Unidos al gobierno de Obregón y, con
ello, de la comunidad internacional.
Existen
todavía algunas interrogantes que hay que contestar para romper, en definitiva,
la “leyenda negra” de dichos recuerdos, que aún ahora son inquietantes para la
interpretación histórica, pero también para las versiones periodísticas o
provenientes del análisis jurídico y, sin duda alguna, para el conocimiento
histórico: ¿Qué acuerdos se celebraron entre los comisionados de ambos países?,
¿qué fue lo que se firmó en realidad?, ¿en qué consistieron los acuerdos en
concreto, fuera de la interpretaciones políticas del momento?, ¿existieron los
“pactos extraoficiales”?, ¿qué relación se dio entre los acuerdos y la política
interna mexicana?, ¿qué relación hubo entre estos acuerdos y la rebelión
delahuertista que fracturó al triunvirato sonorense?, ¿qué alcances tuvieron
los acuerdos inmediatamente después?
En
primer lugar, las pláticas llegaron a acuerdos en lo que se refería a la
Comisión Especial de Reclamaciones, que abarcó los siguientes puntos: 1) Se
incluían todas las reclamaciones realizadas contra México, por ciudadanos,
corporaciones, compañías o asociaciones de Estados Unidos, por pérdidas o daños
sufridos en sus personas o en sus propiedades durante revoluciones o disturbios
que ocurrieron en México en el periodo comprendido del 20 de noviembre de 1910
al 31 de mayo de 1920; 2) Las reclamaciones que se examinaron fueron las que
provinieron de cualquier acto de un gobierno de jure o de facto; de
fuerzas revolucionarias establecidas al triunfo de su causa gobiernos de jure o de facto, o fuerzas revolucionarias contrarias, como aquellas
procedentes de la disgregación de las mencionadas o fuerzas federales disueltas
o provenientes de motines o tumultos; 3) La Comisión quedaba constituida por un
miembro nombrado por el presidente de Estados Unidos, otro designado por el
presidente mexicano, y el tercero presidiría la Comisión por acuerdo mutuo
entre las partes; 4) Todas las reclamaciones debían ser presentadas dentro de
los dos años contados desde la fecha de su primera junta; y 5) La cantidad
adjudicada a los reclamantes debía ser pagada e moneda de oro o su equivalente
por el gobierno mexicano a gobierno estadounidense.
En
segundo lugar, se llegó a acuerdos puntuales en cuanto a la Convención de
Reclamaciones Generales, que atendía las “reclamaciones de los ciudadanos de
cada país en contra de otros, a partir de la firma de la Convención de
reclamaciones de julio 4 de 1868, fundamentalmente en el Derecho Internacional
que se sostenía en “la justicia y la equidad” que postulaba como base la
actuación de la comisión Mixta de Reclamaciones firmada entre México y Estados
Unidos en 1868. La Convención General dictaminaría los presentados y decidiría
sobre los casos atrasados entre ambos países. Esta Convención, además, incluía
la evaluación de la Convención Especial.
Ambas
Comisiones se instituían como cortes especiales, y favorecían que el gobierno
mexicano garantizara los derechos de los ciudadanos estadounidenses, sin la
firma de un Tratado de Amistad y Comercio entre México y Estados Unidos, lo que
era irregular de acuerdo con la Constitución de 1917. Sin embargo, ambas
instituciones establecían como efecto de las pláticas, como una condición sine qua non, que permitía el reconocimiento diplomático de
Estados Unidos al gobierno mexicano encabezado por Álvaro Obregón.
Las
discusiones de los comisionados, además, se centraron en puntos demasiado
sensibles para los mexicanos, como los asuntos de los ferrocarriles, el
petróleo y la cuestión agraria, que involucraron la aplicación legal de la
Constitución de 1917 y sus leyes reglamentarias futuras. Precisamente, sobre
estos temas discutidos, se llegó a acuerdos firmados en las minutas,
considerando las apreciaciones de los comisionados quienes defendieron sus
puntos de vista con claras diferencias de apreciación e interpretación de las
leyes mexicanas o de los acuerdos anteriores celebrados entre Estados Unidos y
México. El conocimiento posterior de estas disquisiciones fue lo que originó
las variadas versiones sobre la “leyenda negra” de las conversaciones de
Bucareli que, además, nunca se establecieron como acuerdos formales entre ambos
países, ni se ratificaron por sus Congresos, como lo establecía la legislación
diplomática, aunque sucedía lo contrario con respecto a las Convenciones de
Reclamaciones, que sí necesitaban ratificación.
Las
discusiones entre los representantes abundaron en temas y problemas delicados
para la política interna mexicana, lo que comprometió, sin duda, al gobierno
obregonista ante la opinión pública, sus detractores y adversarios. Temas como
la aplicación retroactiva del artículo 27 constitucional; el impuesto sobre
contratos y exportaciones petroleras; la devolución de los ferrocarriles a sus
antiguos propietarios; la repartición de ejidos; las restricciones de propiedad
a lo largo de las costas y fronteras mexicanas a los extranjeros; las
restricciones de los derechos religiosos: las reclamaciones no solucionadas a
favor de los estadounidenses; las disputas fronterizas a lo largo del río
Bravo; las dificultades en torno al pago de la deuda exterior mexicana y el
futuro de la celebración de un Tratado de Amistad y Comercio entre ambos países
representaron el centro de las discusiones que, tan pronto como fueron firmadas
en las minutas, involucraron al gobierno mexicano en “pactos extraoficiales” que
posteriormente no se llevaron a cabo, pero que se transformaron en el “talón de
Aquiles” de la discusión pública a favor del obregonismo y su policía exterior
o en su contra, involucrando, sin duda, a la política interior mexicana.
En
materia petrolera, los comisionados llegaron a los siguientes acuerdos: 1)
Respeto por la retroactividad del párrafo cuarto del artículo 27 constitucional
para los casos en que se hubiera celebrado un “acto positivo” o una
manifestación de explotar el subsuelo; 2) Intención del reconocimiento del
gobierno mexicano, en el presente y en el futuro próximo, de los derechos sobre
el subsuelo de todos aquellos que hubieran llevado a cabo cualquier “acto
positivo”, como era el caso de las
compañías petroleras; 3) Concesión del gobierno mexicano de un derecho de
preferencia, con exclusión de terceros, a los propietarios de superficie que
hubieran celebrado los así llamados “actos positivos”; 4) Reconocimiento al
gobierno estadounidense de su derecho para hacer reservas de todos los derechos
de sus ciudadanos, en relación con el subsuelo, y al gobierno mexicano respecto
a tierras en las cuales no se hubiera realizado un “acto positivo”.
Sobre
la cuestión agraria, se establecieron acuerdos también, muy comprometedores; 1)
Acerca de la división de tierras, no hubo una declaración especial, porque se
incluyó en un apartado de “reserva de derechos” del gobierno estadounidense,
debido a que el Congreso mexicano no había expedido hasta el momento una ley
reglamentaria por la cual se autorizara crear deudas agrarias con otros
gobiernos; 2) La aceptación de bonos en pago de tierras para ejidos no mayores
a 1 755 hectáreas, que fueran o hubieran sido propiedad de ciudadanos e
intereses estadounidenses, no constituyendo un precedente aplicable a otras
tierras o propiedades de esos ciudadanos; 3) Disposiciones generales de los
bonos que se utilizarían en pago de tierras expropiadas, en referencia a la
emisión, interés anual y amortización; 4) Con la reanudación de relaciones
diplomáticas y la ratificación de la Convención General y Especial de
Reclamaciones, se incluía la promesa de que el gobierno estadounidense se
comprometía a que sus ciudadanos aceptaran bonos en pago de tierras para
ejidos, no mayores de 1 755 hectáreas; 5) Los ciudadanos estadounidenses,
poseedores de propiedades o derechos dañados por injusticias provenientes de la
expropiación de tierras para ejidos, tendrían el recurso de presentar sus
quejas ante la Convención General de Reclamaciones; 6) El gobierno mexicano se
comprometía a vigilar por la inmediata restitución de propiedades y derechos
confiscados indebidamente durante la revolución a intereses y ciudadanos
estadounidenses; 7) Cuando la expropiación tuviese lugar, por concepto de la
aplicación del artículo 27, en lo referente a la restitución, fraccionamiento
de latifundios, anulación de títulos u otros, en estos casos no podrían ser
afectados los derechos e intereses estadounidenses, sino mediante una
compensación “justa”.
Los
“pactos extraoficiales” en materia petrolera y agraria representaron el
compromiso “moral” del presidente Obregón para detener o, por lo menos,
retrasar, la aplicación de las disposiciones de la Constitución de 1917 en
tales materias y, con ello, lograr el ansiado reconocimiento diplomático del
gobierno estadounidense, antes de que su gobierno concluyera. Ambas partes
firmaron los acuerdos formales, como las comisiones de reclamaciones, y las
conclusiones de los “pactos extraoficiales”, a inicios de septiembre de 1923,
ya que los ejecutivos de ambos países los aprobaron.
El
destacado internacionalista Isidro Fabela, de entre los muchos especialistas en
Derecho Internacional o analistas de la política exterior mexicana, fue quien
mejor resumió los resultados de los acuerdos de Bucareli y su significado político
y diplomático, tanto en lo formal como en lo “extraoficial”, años después, por
supuesto que con una postura contraria, concluyendo:
(…) la obligaciones que México contrajo eran claramente
contrarias al Derecho Internacional y que, se así lo hizo, “eso se debió
únicamente al deseo que Obregón tenía par que se reconociese su gobierno”. (…) Obregón
compró el reconocimiento de su gobierno y el afecto pagó el siguiente precio:
1.
Se acordó
que el artículo 27 constitucional no era retroactivo y a ese efecto, la “Suprema
Corte” dictó cinco ejecutorias consecutivas y uniformes. De esta manera, se
retardó la independencia económica de México con graves perjuicios para nuestro
país y el consiguiente beneficio de los accionistas en el extranjero.
2.
El
gobierno de México permitió que se sometieran a la Comisión General de
Reclamaciones de ciudadanos norteamericanos provenientes de la expropiación de
tierras. Consistió, asimismo, en pagar, en efectivo, las tierras que se
expropiasen en exceso de las mil setecientas cincuenta y cinco hectáreas y, en
bonos, aquellas que no alcanzasen esta cifra. Por consiguiente, y por el mero
hecho de que a los ciudadanos norteamericanos se otorgó un recurso legal que
desde el principio se negó a los ciudadanos mexicanos, se estableció una situación
de desventaja para éstos que nunca debía haberse permitido. Ya se está pagando
a los ciudadanos norteamericanos el importe de las tierras que le fueron
expropiadas, en tanto que a los mexicanos no solamente no se les da un centavo,
sino que, además, se les niega el
recurso judicial.
3.
México
admitió, en la Convención Especial de Reclamaciones, su responsabilidad por los
daños causados por la revolución. “El derecho internacional no admite
responsabilidad semejante”.
4.
México
admitió indemnizar a los ciudadanos norteamericanos por todos los daños
sufridos por los mismos desde 1868, hasta un año después de celebrada la
primera junta de la comisión de Reclamaciones. Este plazo fue prorrogado
posteriormente.
5.
“Resulta
innecesario decir que un gobierno más enérgico y más digno, se hubiera negado a
aceptar esas condiciones.
Los llamados
Tratados de Bucareli representaron una cuausal para el logro del reconocimiento
estadounidense al gobierno de Álvaro Obregón, aunque esto implicó una tormenta
política en el seno de la élite del poder encabezada por el llamado
“triunvirato sonorense”, que, independientemente de las razones internas
vinculadas al proceso de sucesión presidencial, colocaron a los acuerdos en el leit motiv de una ruptura anunciada que
mezcló, indiscutiblemente, a la política exterior con la política interior de
México.
La
celebración de las pláticas de Bucareli en mucho se debió al interés del
presidente Obregón por llegar a un acuerdo que condujera al reconocimiento
diplomático inmediato, influido por la presencia del secretario de Relaciones
Exteriores, Alberto J. Pani, quien se había opuesto a los convenios que el
secretario de Hacienda, Adolfo de la Huerta, había celebrado en Nueva York con
los banqueros internacionales encabezados por Thomas Lamont en 1922, quienes no
habían solucionado el problema del reconocimiento diplomático, sin embargo,
propusieron un acuerdo relacionado con la deuda externa mexicana que evitó la
celebración de un Tratado de Amistad y Comercio propuesto por el gobierno estadounidense
en 1921, ampliamente desventajoso para México. La organización y desarrollo de
las pláticas no incluyeron al secretario de Hacienda, aun cuando en ellas se
abordarían temas que De la Huerta ya había negociado con el gobierno
estadounidense.
De
la Huerta siempre sostuvo que no fue informado sobre las conferencias de
Bucareli, tanto en su etapa de preparación, como en los temas que se estaban
abordando y, mucho menos, sobre las intenciones “secretas” que el presidente
intentaba abordar con los estadounidenses para el logro del reconocimiento. La primera
noticia que tuvo al respecto fue mediante la lectura de un diario neoyorquino,
cuando se encontraba en Hermosillo, Sonora, en abril de 1923. Alertado por este
comunicado, De la Huerta le escribió al presidente Obregón, reafirmando que
había logrado la aceptación de la política obregonista, la cual involucraba a
los estadounidenses y sus demandas, sin ninguna objeción, sobre todo, en cuanto
a la ratificación y cumplimiento de la deuda pública, la confirmación de los derechos petroleros adquiridos antes de
1917, el avalúo real o comercial de las tierras propiedad de estadounidenses
para que fueran pagadas justa y equitativamente. De acuerdo con De la Huerta,
la negociación de estas cuestiones ya se había realizado en Washington al más
alto nivel, permitiendo que se procediera a la reanudación de las relaciones
diplomáticas. Era improcedente que se volvieran a discutir estos asuntos, lo
que favorecería la exigencia estadounidense en torno a la celebración de un
Tratado de amistad y Comercio, como preliminar para el reconocimiento, cuestión
que debía rechazarse en definitiva.
El
presidente respondió de inmediato a De la Huerta, afirmándole que la
celebración de las conferencias de Bucareli no implicarían, de ninguna forma,
compromiso alguno para el gobierno y que sólo se realizarían para un “cambio de
impresiones” entre ambos gobiernos. Tanto el presidente como el secretario de
Relaciones Exteriores, sin embargo, fueron
reservados e impidieron involucrar al ministro de Hacienda en la organización y
puesta en marcha de las conferencias, que fueron a puerta cerrada y casi en
total sigilo.
De
la Huerta siguió manteniendo su postura de que el gobierno mexicano debía ser
reconocido sin condiciones, acuerdos o negociaciones adicionales a las
celebradas durante 1922, ya ratificadas por los poderes Ejecutivo y Legislativo
mexicanos, pues de lo contrario, se lesionarían los procesos de reglamentación
del artículo 27 constitucional, la política petrolera y la reforma agraria,
retrasando incluso la negociaciones y acuerdos logrados en lo que se refería a
los ferrocarriles mexicanos.
Durante
los meses en los que se desarrollaron las pláticas entre los comisionados, De
la Huerta no fue informado del estado de las conversaciones, mucho menos sobre
los acuerdos o desacuerdos en temas
puntuales ya abordados por el secretario en Estados Unidos un año antes.
El
ministerio de Hacienda, ante el silencio oficial al respecto y la negativa del
presidente de que se estuvieran celebrando compromisos lesivos o ya
concertados, solicitó la información pertinente directamente al comisionado
mexicano, Fernando González Roa, en concreto, la copia de las minutas, durante
las primera semana de agosto de 1923.
De
la Huerta, sorprendido, manifestó en sus memorias:
Comencé a
leerlas y al principio un poco tranquilo porque creía que no era mala la
orientación; pero a medida que adelantaba, veía cómo iban perdiendo terreno los
nuestros y cómo los delegados Warren y Payne iban imponiéndose y nulificando
toda nuestra legislación, declarando además que el artículo 27 no se iba a
aplicar retroactivamente y que los americanos se reservaban el derecho de
recurrir al amparo diplomático, cuando el artículo 27 establece que todo
propietario en México, en cuestiones de tierras, renuncia a la protección de su
país y todas las irregularidades que contienen los arreglos, además de que
protocolizado todo, eso ya venía a constituir el tratado previo que yo había
conseguido no celebrar en mis platicas con Harding y con Hughes y volvía así a
imponérsele a México la condición de un tratada para que pudiese ser
reconocido, tratado en el cual estaban estipuladas todas esas cláusulas que
vulneraban nuestra soberanía y afectaban nuestra legislación, al grado de que
echaban por tierra nuestra Constitución. De hecho, no quedaba ya la Constitución
rigiendo para los extranjeros.
De
la Huerta se sintió marginado de las negociaciones que se emprendían después de
haber leído las minutas, que pronto se convertirían en acuerdos, dos formales y
uno informal. De inmediato se entrevistó con el Presidente Obregón, a quien manifestó que se estaba mancillando la
Ley y que se estaba cayendo en serias responsabilidades de “traición a la
patria”, a lo que Obregón contestó que eran “quisquillosidades” y que no quería
que su “gobierno pasara a la historia como no reconocido por los países
civilizados del mundo”, que no daría “marcha atrás” porque al cargo se
encontraban personas especialistas que estaban realizando los acuerdos, es
decir, el ministro Pani y los representantes comisionados. De la Huerta,
disgustado, manifestó al presidente que renunciaría al cargo de ministro de
Hacienda, pues no sería copartícipe de la actuación presidencial en lo que se
refería a esas negociaciones y acuerdos.
A
partir de entonces, el rompimiento entre De la Huerta y el presidente era un
hecho contundente, no sólo por la diferencias en torno a los acuerdos de
Bucareli, sino a otros hechos en las relaciones políticas que tenían que ver
con el proceso de la sucesión presidencial y el enfrentamiento político entre varios grupos, uno a favor de De
la Huerta, otro en apoyo a Plutarco Elías Calles. La renuncia del ministro de
Hacienda comenzó a ser un secreto a voces durante septiembre, luego de que el
presidente informó al Congreso de la Unión sobre el reinicio de la elaciones
diplomáticas entre México y Estados Unidos y la ratificación de los acuerdos de
Bucareli en Washington.
De
la Huerta dictó su renuncia a su secretario particular, Froylán Manjarrez,
quien la guardó en su bolsillo para entregársela al presidente en otra de sus
entrevistas en el Castillo de Chapultepec. Obregón le pidió que solicitara
licencia hasta el 1 de noviembre, pero el todavía ministro se negó. Fue deseo
de De la Huerta que el documento quedara en manos del presidente. Copia del
documento, según narra en sus memorias, quedó en las oficinas de su domicilio,
a donde acudió Martín Luis Guzmán, director del periódico El Mundo, quien, al verla, la hizo pública el 22 de septiembre,
cuestión que contravino la promesa verbal que De la Huerta había dado a Obregón
de no hacerla pública. Según el propio De la Huerta, Obregón, indignado, ordenó
entonces a Alberto J. Pani elaborar un informe detallado acerca de la
Secretaría de Hacienda, cargo en el que fue nombrado a partir del 26 de
septiembre, y que presentara al ex ministro como causante de la bancarrota
gubernamental de la finanzas públicas, así como el quebranto que significarían
los convenios anteriores relacionado con la deuda externa mexicana. Este hecho
aceleró la ruptura de De la Huerta con el presidente y, obviamente, con los
secretarios de Gobernación, Plutarco
Elías Calles, y el nuevo de Hacienda, Pani. De hecho, Calles y Pani se unieron
para reforzar la ruptura entre De la Huerta y el presidente, como resultado de
aquel informe, presentado y hecho público el 19 de octubre, cuyas consecuencias
se expresaron en comparecencias ante el Congreso y justificaciones reiterativas
del ex ministro.
Las
circunstancias políticas por las que el país pasaba en los meses en los que se
celebraban a puerta cerrada las conferencias de Bucareli acumularon las
causales del rompimiento de De la Huerta con el presidente Obregón y, por ende,
representaron el “caldo de cultivo” de la rebelión. La aceptación o el rechazo
de la candidatura presidencial de De la Huerta, en pláticas sostenidas con el
presidente y el secretario de Gobernación, o declaraciones públicas que negaban
esa posibilidad ante la avalancha de apoyos de organizaciones cooperativistas,
fueron una característica del comportamiento del ministro de Hacienda durante
esos meses.
El
disgusto de De la Huerta por las conferencias en Bucareli era evidente en la
opinión pública. Bucareli representó un acontecimiento fundamental de la
ruptura del triunvirato sonorense, que mezcló la política exterior con la
política interior. A esto deben sumarse otros acontecimientos políticos que,
mezclados con el proceso de sucesión, conllevaron
al levantamiento delahuertista: el asesinato de Francisco Villa en julio de
1923; las elecciones gubernamentales de San Luis Potosí en agosto; las
elecciones en Zacatecas y Nuevo León; la ruptura del líder del Partido
Cooperatista, Jorge Prieto Laurens, con el presidente en la contestación al
informe presidencial del 1 de septiembre, donde lo acusaba de querer imponer al
general Calles como candidato oficial; la actitud de apoyo de Calles para con
el presidente después de la renuncia de De la Huerta al ministerio de hacienda;
tres supuestos intentos de asesinato en contra del ex ministro; las presiones
de los diputados y líderes cooperatistas para que De la Huerta lanzara su
candidatura presidencial con el apoyo y el debate en torno a la controversia
Pani-De la Huerta por los informes del 19 de octubre, que en los siguientes
días involucró también al Congreso de la Unión.
Los
meses de octubre y noviembre de 1923 fueron de ajetreo político por el
conflicto que, en definitiva, encabezaba De la Huerta. Por fin, el 20 de
noviembre, el Partido Cooperatista, presidido por Jorge Prieto Laurens, luego
de los resultados de la Convención para elegir candidato a la presidencia, dio
a conocer que Adolfo de la Huerta aceptaba formalmente la candidatura. Sus
declaraciones se concentraron en señalar que la aceptación de la candidatura
tenía que ver con la respuesta ante los “cargos calumniosos” que se le
formulaban, es especial, en contra de su actuación como secretario de hacienda
y su oposición a los llamados acuerdos de Bucareli, que derribaban sus
negociaciones con Washington para el logro del reconocimiento diplomático sin
condiciones y objeciones a la política interna mexicana. Asimismo, reveló la
imposición de Calles en las preferencias del presidente para la candidatura
oficial así como los actos que lesionaban la soberanía de los estados en varios
procesos electorales, en los que el propio De la Huerta se vio mezclado por su
relación con los cooperatistas
comandados por Jorge Prieto Laurens.
El 7
de diciembre se dio a conocer la Declaración Revolucionaria de Adolfo de la
Huerta en Veracruz, donde se acusaba al presidente obregón de violar
permanentemente la “soberanía del pueblo”, mediante el fraude electoral en
Veracruz, San Luis Potosí, Zacatecas, Nuevo león, Coahuila y Michoacán en
elecciones legislativas y ejecutivas. Igualmente, acusaba al presidente de
romper con el equilibrio de poderes interviniendo en el Congreso de la Unión y
en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para el logro de sus fines en la
relaciones del centro con los estados, o para imponer la candidatura oficial de
Plutarco Elías Calles. La violación de libertades públicas y los principios
constitucionales eran la causa principal del manifiesto delahuertista que daba
inicio a la rebelión.
El
manifiesto delahuertista hacía referencia a siete logros fundamentales: 1) el
respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los habitantes, fueran
nacionales o extranjeros, 2) La reglamentación inmediata del artículo 123
constitucional, para el logro de las prerrogativas de los obreros y las
obligaciones de los patrones; 3) La resolución del problema agrario, mediante
la aplicación del artículo 27 en todas sus partes, en referencia directa a lo
supuestamente pactado en Bucareli; 4) El respeto a la “soberanía del pueblo” en
los procesos electorales de los estados; 5) Emprender reformas constitucionales
para la abolición de la pena de muerte, excepto en casos de traición a la
patria; 6) el otorgamiento del sufragio a la mujer; y 7) La intensificación
nacional de la educación.
La
rebelión obedecía mucho más a razones de política interna, que de relación con
la política diplomática vinculada a las Conferencias de Bucareli y sus
resultados, aunque la clara alusión al artículo 27 en materia agraria tenía en
mucho que ver con los acuerdos.
Ya
el 27 de noviembre, el Senado aprobó, con dos tercios de los votos, la
Convención Especial de Reclamaciones, pero no así la Convención General, que se
discutiría en reunión extraordinaria en enero de 1924. El advenimiento de la
rebelión delahuertista urgía al presidente Obregón para la aprobación y, con ello,
recibir el apoyo del gobierno estadounidense para combatir a los rebeldes
mediante la compra de armamento y pertrechos. En un principio, los senadores
González Garza, Pedro de Alba, Gersayn Ugarte, Francisco Field Jurado y Andrés
Magallón se opusieron a la ratificación, pues consideraban que se le daban
muchas concesiones al gobierno estadounidense, se lesionaba la “dignidad
nacional” y rompían la soberanía nacional, coincidiendo con las posturas de los
cooperatistas en el Congreso, pero también con las consideraciones de De la
Huerta en la materia.
Los
delahuertistas aparecían, desde finales de 1923, como los grandes opositores a los
acuerdos de Bucareli. Conforme a la opinión pública, el reconocimiento
diplomático de Estados Unidos a México favorecía la aprobación expedita de los
Tratados y, por ende, el apoyo irrestricto para combatir la rebelión encabezaba
De la Huerta, con el apoyo de gran parte de los mandos del ejército, los
cooperatistas y miembros del Congreso de la Unión, así como gobernadores, jefes
de operaciones militares y hombres fuertes en las regiones.
En
este contexto, la ratificación de los Tratados de Bucareli, en especial la
Convención General de Reclamaciones, siguió siendo el “talón de Aquiles” del
presidente Obregón dentro del Congreso de la Unión, donde cooperatistas,
obregonistas, laboristas, agraristas y callistas se enfrascaron en serias
discusiones a partir de enero de 1924, el asesinato de Felipe Carrillo Puerto
en Yucatán; las declaraciones de Luis N. Morones contra los diputados
cooperatistas en el Congreso; el asesinato del senador Francisco Field Jurado
el 23 de enero, quien encabezaba la oposición a la ratificación de la
Convención General de Reclamaciones; el secuestro y amedrentamiento de los
senadores opuestos y las negociaciones de Aarón Sáenz, subsecretario de
Relaciones Exteriores, con los opositores de la ratificación inundaron el
ambiente político del país, involucrando también a la rebelión encabezada por
De la Huerta.
Finalmente,
a principios de febrero de 1924, la Convención General de Reclamaciones fue
aprobada en el Congreso con 28 votos a favor y 14 en contra, sin que se
mencionaran los famosos “pactos extraoficiales”, relativos al petróleo y a la
cuestión agraria, que fue un logro de las negociaciones de los funcionarios de
Relaciones Exteriores con los diputados y senadores, aunque mucho se dijo
acerca de que esos pactos habían consistido en compromisos morales y personales
del presidente y que no tenían validez oficial. Con la ratificación se selló,
sin duda, el reconocimiento y apoyo de los Estados Unidos al gobierno
obregonista, a pesar de que el contexto político de inestabilidad y
enfrentamiento inundaba la vida nacional con acusaciones de antinacionalismo y
antipatriotismo con que el presidente selló “pactos” inconvenientes para el
país y retardatarios de la aplicación de la
Constitución de 1917, sobre todo, en cuanto al artículo 27 se refería.
El
20 de febrero, De la Huerta proclamó en Frontera, Yucatán, un manifiesto a la
nación en el que remataba las razones de la rebelión, entre las que ligaba los
Tratados de Bucareli y afirmaba que los avances militares oficiales se debían
al apoyo estadounidense en armamento y pertrechos, y que el movimiento
delahuertista era finalmente dirigido contra la “venta” de la soberanía
nacional a favor del vecino país. En seguida, De la Huerta partió a Nueva York
en marzo y, con ello, la rebelión quedó en manos de otros personajes, como Cándido Aguilar. y Salvador Alvarado. De la Huerta creyó que sus contactos
diplomáticos de “alto nivel”, permitirían el apoyo estadounidense a la
rebelión, pero no fue así. A partir de ese momento, De la Huerta y el
delahuertismo quedaron liquidados.
El
debate y la polémica en torno a las conferencias de Bucareli, sin embargo,
continuó, tanto en lo que se refería a las Convenciones de Reclamaciones, como
en lo que se establecía en los “pactos extraoficiales”, la “leyenda negra” que
por mucho tiempo permaneció en el ambiente político, diplomático y jurídico. En
1925, la reglamentación de las fracciones primera y cuarta del artículo 27
constitucional suscitó de nuevo el debate sobre las relaciones diplomáticas
entre Estados Unidos y México, tanto en el marco de la opinión pública como en
las disquisiciones jurídicas, históricas y políticas; en 1927, la crisis entre
ambos países, originada por la emisión de la Ley Orgánica del mismo artículo
constitucional y su aplicación a las
compañías petroleras estadounidenses, de nuevo se expresó en la discusión
diplomática y política que incluía los temas agrarios, del subsuelo y de la
retroactividad de la ley; los acuerdos del presidente Calle con el embajador
estadounidense Morrow en 1928 pusieron en un impase la polémica de los acuerdos; y, finalmente, con la
expropiación de las compañías petroleras en 1938, se cerró en definitiva el
círculo de los discutido en Bucareli, con otro tipo de acuerdos que
solucionaron la agenda bilateral vinculada a reclamaciones, pago de la deuda
externa, petróleo y aplicación agraria, y donde la reivindicación del nacionalismo
mexicano, frente a Estados Unidos, pareció haber sido solucionada por el
presidente Lázaro Cárdenas.
A
pesar de lo anterior, los Tratados de Bucareli de 1923 continuaron siendo
discutidos dentro de la historiografía, la política y la diplomacia mexicana como
acontecimiento vinculado al nacionalismo,
a la soberanía y la independencia nacional que, por añadidura, habían sido
razones de peso para la rebeldía delahuertista, que rompió la estabilidad
política del país en pleno momento de
reconstrucción nacional después de la Revolución. Todavía a mediados del siglo
XX, los protagonistas y testigos discutían sobre los Tratados y su significado,
por su parte, los especialistas jurídicos, historiadores o políticos
posrevolucionarios se enfrentaron en torno a sus interpretaciones y sus
alcances.
Aún
ahora, el tema sigue siendo polémico y contiene
interpretaciones encontradas, forma parte del bagaje histórico de
leyendas negras y escondrijos, errores y fracasos, sujeciones y secretos,
defensas patrióticas y luchas nacionalista, imposturas personalistas e
imposiciones autoritarias, compromisos y promesas oscuras, que caracterizaron a
la historia posrevolucionaria mexicana.
Nota:
Este texto es una síntesis de mi libro Los Tratados de Bucareli y la rebelión delahuertista, publicado en México, Instituto Nacional de Estudios
Históricos de las Revoluciones de México, 2009 (Colección Historia para Todos).