octubre 31, 2021

Biografía histórica en México.

 

La narración de vida es una provincia de la

historia y está estrechamente vinculada con

los descubrimientos de ésta. Puede reclamar las

mismas habilidades. Ninguna vida se vive fuera

de la historia o de la sociedad; transcurre en el

tiempo del hombre. Ninguna biografía está

completa a menos que muestre al individuo

dentro de la historia, dentro de un entorno y un

complejo social. Al decir esto recordamos a

Donne: Ningún hombre es una isla en sí mismo.

León Edel

Vidas ajenas, principia biográphica,

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1990.

 

 

En México siempre se ha cultivado la biografía histórica de personajes de todos los niveles y espacios. Los primeros cronistas españoles lo hicieron para relatar lo que encontraron los conquistadores, incluyendo a los personajes principales del encuentro de las dos culturas. Los códices mostraban a los personajes encumbrados y no tanto. Durante los siglos coloniales, se exaltaban las vidas y obras de los virreyes y sus funcionarios, también de los encargados de la evangelización, religiosos de todas las órdenes. Las crónicas y recuentos de hechos históricos se narraron a partir de las acciones de los hombres que resaltaban en los acontecimientos. Los personajes dirigentes o familias prominentes destacaban. Igual personajes del mundo civil o religioso o familiar de las comunidades, pueblos y regiones poseían su crónica o evolución de vida en los espacios donde vivían.

Luego con la independencia destacaron los héroes insurgentes y realistas que llevaron al nacimiento de México luego de más de una década de enfrentamientos y guerra. Monárquicos, republicanos, liberales, conservadores, yorquinos, escoceses, oligarcas, militares, religiosos, escritores, hacendados, rancheros, filósofos, cronistas, empresarios, historiadores, pasaron a engrosar al panteón biográfico mexicano durante buena parte del siglo XIX. Los personajes emergieron por doquier, unidos a los primeros años de la patria mexicana, actores fundamentales del acontecer nacional. Caudillos y caciques no faltaron, dictadores y jefes políticos regionales tampoco.

Al cumplirse el primer centenario de la nación mexicana, se cultivó con fuerza la biografía de personajes históricos vinculados a la historia nacional. Los héroes de la independencia y de la consumación, la etapa de enfrentamiento entre liberales y conservadores, la implantación del liberalismo, la guerra de reforma, el imperio francés, la república restaurada y el porfiriato, emergieron por la pléyade de personajes que encabezaron a la república. Patriotas o no tan patriotas conformaron al panteón biográfico que el centenario ameritó, como parte indiscutible de la evolución de la nación mexicana durante cien años de intensa lucha. La formación y consolidación de la patria fue el motivo de extensas compilaciones biográficas o libros, en especial dedicados a ciertos personajes.

El arte de la biografía se cultivó con ahínco en el siglo XIX y principios del XX. Muchos hicieron eco de los planteamientos de Thomas Carlyle o Leopold Von Ranke, sobre los héroes o personajes destacados para la sociedad o el Estado. Resaltar las virtudes y acciones de los personajes fue la tónica, sin una interpretación que brindara los matices individuales o públicos o, simplemente, enlazar al individuo con su propio contexto. La biografía fue vista como exaltación y logros de las personalidades, prácticamente sin contexto, sino a partir de virtudes y apologías de la acción individual en diversas esferas, política, sociedad, economía, cultura. La influencia de la historiografía inglesa o alemana brindó una gran producción de biografías exaltadoras y positivistas e historicistas aún en la primera recta del siglo XX.

Con la revolución mexicana, la biografía histórica cobró una gran importancia para destacar héroes políticos, gobernantes, militares, luchadores, dirigentes, educadores, escritores, hacendados, caciques, caudillos, líderes obreros y campesinos, pero también aquellos personajes que murieron en las distintas gestas épicas de la revolución, al igual que aquellos pensadores que marcaron huella en distintos acontecimientos o documentos. La colección de libros es inmensa, sobre todo de aquella relacionada con los testimonios y precisiones historiográficas sobre las acciones que los hombres emprendieron en vida en “bien” de la patria y de la revolución. Prácticamente, en cada estado de la república mexicana hay una gran colección de personajes que actuaron en los antecedentes, desarrollo y consecuencias de la revolución. En número superaron a la independencia, el liberalismo, la reforma o el porfiriato.

La exaltación biográfica fue una rama de la historiografía mexicana que no se superaría sino hasta el decenio de los sesentas del siglo XX, cuando vinieron las aportaciones e interpretaciones históricas profesionales sobre distintos personajes de la vida nacional, muy ligadas ahora a los tiempos o contextos de su actuar. El revisionismo permitió enlazar las vidas y sus contextos de destacados personajes de las regiones y de la nación. La historiografía estadounidense sobre México vino a estimular las biografías históricas bajo otro criterio metodológico de interpretación, prácticamente desde los cincuentas y concentradas en los periodos de la independencia, la reforma liberal, la revolución o la posrevolución, pero mucho más para estos dos últimos periodos.

La renovación historiográfica se enfocó a la biografía histórica y la historia local y regional durante la década de los sesenta del siglo XX. Existió la necesidad de que el sujeto retornara como el actor mismo de la historia. Aquella tendencia muy generalizada de la apología y los héroes de bronce, estrechamente ligada al poder y a la historiografía decimonónica positivista y oficial, quedó atrás en aras del rescate y la recreación de la vida de individuos que, mediante su actuación, participaron en la evolución histórica de una localidad, un estado, una región, una nación o en el ámbito internacional, y cuyas vidas, obras y acciones explicaron, en mucho, las características y rasgos de una temporalidad social o, simple y llanamente, los ritmos y continuidades de un periodo de la historia.

Hacia el decenio de los ochenta del siglo XX sobrevino una gran producción de biografías históricas en México. Entre el revisionismo académico y la divulgación histórica se entretejió una línea de investigación centrada en la biografía. Las obras de Enrique Krauze, que denominó “biografías del poder” fueron un ejemplo y un estímulo grande para cultivar la biografía mexicana dentro de la historiografía nacional. Personajes como Porfirio Díaz, Francisco I. Madero, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, fueron revisitados a partir de una narrativa fresca y ágil, para el conocimiento de sus trayectorias al público en general. Krauze abarcó también el siglo XIX, que denominó “el siglo de caudillos” (Miguel Hidalgo, José María Morelos, Agustín de Iturbide, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, Antonio López de Santa Anna, José María Luis Mora, Lucas Alamán, Melchor Ocampo, Benito Juárez, Ignacio Comonfort, Santos Degollado, Miguel Miramón, Maximiliano de Habsburgo, Porfirio Díaz), así como las biografías de los presidentes priistas del siglo XX en “la presidencia imperial”, biografías de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari. Además, las biografías de varios intelectuales del siglo XX, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, entre otros.

Durante la década de los noventa e inicios de la primera del siglo XXI, la producción historiográfica fue muy abundante, en un gran porcentaje dedicada a biografías, tanto en tesis de licenciatura y posgrado, como en obras provenientes de estudios relacionados con la historia regional o la historia política, mucho más en el espectro de la divulgación histórica. Hubo extensas biografías sobre Basilio Vadillo, Demetrio Vallejo, Adolfo de la Huerta, Vicente Lombardo Toledano, Joaquín Amaro, Manuel Gómez Morín, Gustavo Madero, Alfonso Reyes y otros personajes ligados a la vida empresarial, intelectual, política o de movimientos sociales, provenientes del ámbito académico, que aparecieron publicadas a inicios del actual siglo.

Los grandes personajes de la historia de México merecieron ser revisitados en grandes obras de impacto historiográfico: Miguel Hidalgo, José María Morelos, Fray Servando Teresa de Mier, Benito Juárez, Porfirio Díaz, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, fueron los más revistados y re estudiados con amplias dimensiones, por destacados historiadores y uno que otro escritor. Esfuerzo de divulgación histórica fue la colección Grandes protagonistas de la historia mexicana, publicada por Planeta DeAgostoni a inicios del siglo XXI, con buena cantidad de biografías de mexicanos ilustres de los periodos prehispánico, colonial, siglo XIX y siglo XX, que llevó al gran público el acceso al conocimiento de vidas ejemplares, con plumas de escritores y académicos que emprendieron un importante trabajo de síntesis y narración accesible. El protagonismo de cada personaje fue un criterio adecuado para contar las historias de vida. Una colección memorable de fácil acceso y precio.

En la última década las grandes biografías de Miguel Hidalgo y José María Morelos, escritas por el gran historiador Carlos Herrejón, Porfirio Díaz, escrita por Carlos Tello Díaz, y la dedicada a Lázaro Cárdenas, del estudio y la pluma de Ricardo Pérez Montfort, o la gran biografía sobre Octavio Paz de Christopher Domínguez Michael, o igualmente la biografía de Martín Luis Guzmán, emprendida por Susana Quintanilla, vinieron a refrendar la vocación biográfica de la historiografía mexicana actual. Vida y tiempo de los grandes personajes mexicanos que siguen causando gran interés de historiadores, divulgadores y público en general.

Dentro de la historiografía digital existe una gran abundancia, casi infinita, de biografías de personajes históricos de localidades, estados y regiones, ya ni se diga del ámbito nacional o internacional. Fragmentos pero también biografías completas aparecen con frecuencia en las redes sociales, los blogs y las páginas web mexicanos. Hay un gran interés por el conocimiento de las vidas ejemplares y eminentes, ahora recientemente por personajes de ámbitos menores pero no menos importantes para la historia mexicana. Ahora la historia de las mujeres se apuntala con una visión biográfica interesante, para los distintos periodos de la historia nacional. Sería imposible emprender un recuento exhaustivo de la producción biográfica mexicana en los últimos tiempos.

Lo anterior ya permite, sin duda, contar con un enfoque metodológico con respecto a la hechura de la biografía histórica, que funciona para estudiantes, autodidactas y expertos. Hacer una biografía implica desde entonces un desafío para el historiador. Recrear una vida involucra una serie de requisitos metodológicos, indispensables para no caer en la debilidad apologética y arraigada en cierta historiografía. La información novedosa y original; la interpretación clara acerca de los periodos nebulosos; el entramado de relaciones personales en cada momento y experiencia vivencial; la mayor objetividad posible en la narración de los hechos; el equilibrio entre el personaje y su contexto histórico inmediato; la sensibilidad en la interpretación de las acciones e ideas del individuo; la negación de la exaltación y magnificencia del personaje; el no descuidar el cobijo y el peso del contexto personal, social e histórico; la fluidez en la narración y la cronología del protagonista en cuestión; tomar al personaje como un todo único pero no lejano del entorno que lo rodeaba; mesura y capacidad de elegir la información adecuada que permita la descripción de ciertos pasajes de su vida (oscuros o conocidos); navegar entre las esferas públicas y privadas con habilidad y respeto al individuo; poner límites en aquellos momentos que fueran más allá del campo de acción inmediato del personaje; la pertinencia de narrar aspectos de una vida (no estrechamente ligados con los grandes fenómenos de la historia de un periodo); y el tejido lógico y unificador que encierra la vida de un personaje importante o no para la historiografía; parecen ser los requisitos fundamentales del quehacer biográfico contemporáneo, así como los retos a los que el historiador debe enfrentarse para convertirse en biógrafo, sin descuidar las herramientas propias de la disciplina.

Tanto la historiografía académica como la de divulgación histórica emprendieron avances destacados en la producción de obras de tema biográfico. Prácticamente, esta rama de la historia fue muy popular desde los setentas, renovando el conocimiento sobre determinados personajes de la historia mexicana en distintos y variados periodos. La historia del personaje y su entorno pareció ser la clave para hilvanar las historias de vida con la historia de sus tiempos.

 

 

 

octubre 24, 2021

Las Bibliotecas Públicas en su día Internacional, parte de nuestra cultura

Existe un gran vacío historiográfico sobre la historia de los libros, las librerías y las bibliotecas en México. Se han dado algunos avances por parte de la academia y algunos interesados autodidactas. Poco énfasis se ha brindado en las bibliotecas personales o especializadas de los estados de la república, o, en las múltiples existentes en la ciudad de México. Hay periodos descuidados en el conocimiento de la evolución bibliotecaria o en los libros y las librerías. Las bibliotecas públicas han sido materia de algunas historias, a pesar de su riqueza y su importancia en torno a la lectura y los libros. Las bibliotecas mexicanas han sido espacios de aprendizaje, estudio y cultura. En casi todas, la historiografía se encuentra presente para dar cuenta de la evolución histórica mexicana, desde el periodo prehispánico hasta el reciente.

Se sabe que en el periodo prehispánico existían espacios para el resguardo de manuscritos y códices pictográficos, que se llamaban Amoxcalli, aunque para algunos se denominaban Teocalli, como recintos que resguardaban ciertos documentos particulares. Los primeros conquistadores los relataron, incluso mezclando archivo con biblioteca. Lo importante es que se contaban con ellos para resguardar códices y manuscritos. Varios pueblos indígenas tuvieron estos repositorios, que daban cuenta de acontecimientos relacionados con la sociedad, la economía y la estructura política. Los tlacuillos eran los encargados del resguardo de la información civil y religiosa, igual eran los que escribían o dibujaban los códices. 

Desde finales del siglo XVI, llegaron los libros, los libreros y se expandió la idea de la conformación de repositorios para resguardarlos. Sacerdotes y religiosos de todas las órdenes fueron creando bibliotecas en sus espacios. Agustinos, jesuitas, franciscanos, dominicos y mercedarios contuvieron ciertos lugares para resguardar los libros que traían del viejo mundo. Algunos personajes del virreinato hicieron lo propio. Los libros religiosos fueron utilizados para la evangelización en muchos sitios, como sucedió en el Colegio de San José de los Naturales en el Convento de San Francisco, donde se contaba con una biblioteca más o menos amplia que utilizaban los religiosos. 

La primera biblioteca episcopal fue creada con cédula real el 21 de mayo de 1534. Adicionalmente, se encontraba la biblioteca personal del franciscano Fray Juan de Zumárraga, que era muy abundante, y que a su muerte se repartió entre el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, la Catedral de México y el Convento Franciscano de México, ya que no se integró a la Biblioteca Episcopal. Hacia finales del siglo XVI había ya una serie de bibliotecas particulares y de órdenes religiosas en varios sitios de la Nueva España. Se sabe que los colegios y seminarios contaban con al menos cien volúmenes en materias como teología, liturgia, predicación, filosofía, historia y literatura. El establecimiento de la primera imprenta de México en 1539 estimuló la producción de ciertos libros religiosos que se repartían en varias provincias. Desde 1571, el Tribunal del Santo Oficio regulaba las publicaciones y, obviamente, aquellas que llegaban a las bibliotecas.

Hasta el siglo XVII había bibliotecas importantes de varios personajes, como las de Bartolomé González, Francisco Alonso de Sossa, Alfonso Núñez, Melchor Pérez de Soto, Carlos de Sigüenza y Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz. Otras fueron las de el Colegio de San Pablo, el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, del Real y más Antiguo Colegio de San Ildefonso, o del Colegio de San Gregorio, del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, del Convento de San Francisco de México y del Convento de San Gabriel de Cholula. Lo anterior según Robert Endean Gamboa, especialista en bibliotecología, retomando a Ignacio Osorio Romero, autor de un libro importante sobre la historia de las bibliotecas en Nueva España. 

Para el siglo XVIII, las bibliotecas particulares, religiosas, educativas eran de buen número. Ejemplo fue la del Real y Pontificio Seminario Tridentino de Puebla, que heredó la biblioteca personal del obispo Juan de Palafox y Mendoza desde un siglo antes y que contaba con más de 20 mil ejemplares. Otra biblioteca importante fue la del Colegio de San Nicolás en Valladolid, que atesoraba importantes libros traídos desde Europa, y por donde circularon los personajes que hicieron la independencia. La biblioteca contaba con miles de ejemplares según cuentan. La bibliografía mexicana fue creciendo paulatinamente. En 1755, Juan José Eguiara y Eguren conformó una bibliografía con los autores mexicanos, mostrando la riqueza intelectual de los criollos, que sin duda permitió enriquecer la lectura y a las bibliotecas de aquel entonces.

Luego de la independencia, se popularizó la idea de que las organizaciones, los ayuntamientos y personas se cooperaran para el establecimiento o mantenimiento de las bibliotecas en ciertos lugares, como sucedió en Michoacán o Yucatán. Fue hasta 1833 que se decretó la creación de una Biblioteca Pública Nacional, que ya contaba con fondos provenientes del Colegio de Santos, de la Real Universidad Pontificia y de la biblioteca personal comprada del intelectual y político Lorenzo de Zavala. Por primera vez se destinó presupuesto para la compra de ejemplares y se abrió para recibir donaciones oficiales y particulares. Por esas fechas se abrieron bibliotecas públicas en Oaxaca, Zacatecas y México. En otros estados se hicieron intentos contando con los fondos de conventos, seminarios y colegios, o gracias a la acción de los particulares interesados en contar con una biblioteca que sirviera para la educación y la ciudadanía. Las bibliotecas particulares fueron muy populares pasando el tiempo, estas fueron las de Mariano Galván Rivera, Joaquín García Icazbalceta, Manuel Orozco y Berra, Lucas Alamán, Juan N. Almonte, Manuel Payno, Guillermo Prieto, José Fernando Ramírez y José María Vigil, entre otros muchos más en las entidades de la república, según Rosa María Fernández de Zamora y el citado Robert Endean Gamboa. 

Hubo varios intentos para establecer la Biblioteca Nacional, uno en 1843 y otros en 1851 y 1856, pero la vida convulsa de México impidió realizar ese magno proyecto. Fue hasta 1867 cuando se retomó el proyecto de la Biblioteca Nacional y se expidió el decreto para que estuviera en la antigua Iglesia de San Agustín. La Biblioteca tuvo entonces la calidad del depósito legal del país, lo que enriquecería sus fondos obtenidos de seminarios, colegios y conventos. Una capilla anexa, de la Tercera Orden, se estableció como sala de consulta. La adecuación del edificio tardó quince años en concluirse, por lo que la Biblioteca Nacional se inauguró formalmente en pleno porfiriato, en el año de 1884, contando con más de cien mil ejemplares. Los libros provinieron de La Catedral y de la Universidad en su mayoría. Desde entonces se destinó un presupuesto anual para la adquisición y compra de libros para acrecentar el acervo. El ejemplo de la Biblioteca Nacional se fue impulsando en réplicas en varias capitales de los estados de la república, igual para el caso de institutos y colegios o sociedades científicas. La Universidad Nacional tuvo sus bibliotecas especializadas en Jurisprudencia o Altos Estudios también pasado el tiempo. 

El desarrollo bibliotecario del país recibió un gran impulso con la creación de la Secretaría de Educación Pública en octubre de 1921. José Vasconcelos impulsó la realización de publicaciones, la expansión de las bibliotecas y su vinculación con las escuelas. Fue un programa ambicioso y amplio que se pudo lograr en pocos años. En 1923 ese impulso logró sus frutos pues se tenían 929 bibliotecas públicas con cien mil libros. Un año después se reportó que las bibliotecas habían crecido a 2, 426, de carácter urbano, rural, obreras, generales, escolares, ambulantes y circulantes. La biblioteca pública contó con acceso nocturno, infantil, con revistas y periódicos y otros servicios bibliotecarios, además de otras actividades relacionadas con la cultura, conferencias y exposiciones. En casi todas las bibliotecas se pintaron murales con motivos nacionalistas, con temas cívicos y literarios. La biblioteca se conformó a partir de la idea de creación e impulso de la identidad mexicana, según nos cuenta Robert Endean Gamboa. La Asociación de Bibliotecarios Mexicanos fue impulsora de la especialización de los bibliotecarios desde 1925. Para 1929, la Biblioteca Nacional pasó a ser parte de la Universidad Nacional.

Impulso mayor se tuvo con la inauguración de la Biblioteca de México, que se inauguró el 27 de noviembre de 1946 por el presidente Manuel Ávila Camacho a estímulo del secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, contando como primer director al ex secretario fundador de la secretaría, José Vasconcelos. Cuarenta mil volúmenes contó este importante acervo, que dio servicio a partir de un año después. Contó desde entonces con los acervos provenientes de las bibliotecas de importantes intelectuales, como Antonio Caso y Carlos Basave (importante colección de folletería de todo el país) y de la llamada colección Palafox de teología. El edificio de La Ciudadela se convirtió en el recinto de esta importante biblioteca y centro de cultura y de información bibliográfica desde la década de los ochenta. Desde el año 2011, esta biblioteca en particular se convirtió en la “ciudad de los libros”, con librería, salas de lectura, servicios digitales, espacios de exposiciones, áreas para las personas con discapacidad. Se compraron e instalaron las bibliotecas personales de destacados intelectuales mexicanos, como José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Jaime García Terrés, Alí Chumacero y Carlos Monsiváis. El esplendor de esta Biblioteca es indiscutible por la cantidad de usuarios que la visitan y los servicios que ofrece en un monumento histórico como lo es el edificio de La Ciudadela. 

Importantes bibliotecas descollaron en el país, con carácter público y cultural, como las de Guadalajara, Guanajuato, Monterrey, Morelia, Oaxaca, Mérida, y más ciudades. Otras bibliotecas destacadas para la educación, la cultura y la ciencia fueron, luego de la mitad del siglo XX, las de instituciones tan importantes como El Colegio de México (Daniel Cosío Villegas), el INAH (Biblioteca Nacional de Antropología e Historia en el Museo de Antropología de Chapultepec), UNAM (Nacional y Central y de varios Institutos de Investigación), Secretaría de Hacienda y Crédito Público (Lerdo de Tejada), entre otras más, sin destacar los acervos de la Iglesia Católica pertenecientes al Arzobispado de México o la Universidad Pontificia. Hay que mencionar a la Biblioteca Vasconcelos, que se construyó y comenzó a funcionar a inicios del siglo XXI, como un centro bibliográfico nacional que, por desgracia, decayó muy pronto. Las bibliotecas se convirtieron en la pieza clave de la información mexicana, con pie en la educación, la cultura y la ciencia. 

El crecimiento de las bibliotecas públicas también implicó un crecimiento de las bibliotecas educativas, privadas, sindicales y de orden cultural, gracias a la modernización económica y la expansión social y educativa del país. En el decenio de los ochentas se creó el Programa Nacional de Bibliotecas Públicas, que fue la base de la red de bibliotecas que cuenta a la actualidad con 7, 413 bibliotecas en el país en 2, 282 municipios, y que atiende a más de 30 millones de personas en promedio. 

Las bibliotecas públicas y especializadas y privadas han estado estrechamente vinculadas a la educación y la investigación y cultura de todos los niveles. Son la columna vertebral del conocimiento cultural y científico del país. Gran parte de estas bibliotecas se han tenido que modernizar tecnológicamente para insertarse en el mundo digital luego del cambio del siglo XX al XXI. El mundo digital ha ofrecido la alternativa para la microfilmación y la copia digital de los acervos. Gran cantidad de bibliotecas se pueden consultar en línea, no solamente en cuanto a los catálogos de contenido, sino también en la fotografía de los libros y revistas o hemerografía, de tal suerte que se pueden incluso leer y consultar en la web por los usuarios, sin necesidad de acudir físicamente a la consulta. Las bibliotecas se han tenido que modernizar en las tecnologías de información y comunicación para estar presentes en la web mundial. La Biblioteca Digital de México es un proyecto magnífico que ya cuenta con grandes avances y está presente como parte de la cultura digital del país.

 




Eres presente de recuerdos. La autobiografía

 Para Bárbara Isabel Pérez Medina, entrañable

Recordar es vivir. Recordar el pasado en el presente. Hacer memoria del pasado es rememorar. Si, traer ahora los pasados que nos marcaron y que ahora son parte de nuestro presente. Hoy es ayer. Estas intenciones son afirmaciones contundentes sobre los causales y las razones de una autobiografía. Tienen que ver con el individuo que recuerda y recrea. Acontecimientos personales pero también públicos y privados que han forjado a la persona. Un individuo que retrotrae al ahora los hechos de su pasado para plasmarlos contados o escritos. Añoranzas y acontecimientos, buenos o malos, negativos o positivos, justificatorios o razonados. Las intenciones son formas de marcar y dejar huella, una marca de la historia. El paso por la vida. Un cúmulo de aconteceres de sus circunstancias, de sus relaciones con el mundo, de los contextos por los que transitó o influyó. El sendero de la autobiografía es el parecer personal de la propia experiencia, del propio caminar. La vida cotidiana, la mentalidad, el análisis social, marcan el punto personal en los acontecimientos que han tocado vivir, donde los contextos históricos se entremezclan en el individuo o el actor, y que deja huella en los contextos. No es un mero juego de palabras, sino más bien una dialéctica, una interacción individual y pública.

La autobiografía es la historia de vida. Una narración individual que relata los recuerdos de un pasado vivido, de realidades experimentadas y actuadas en la propia vida. Contada por uno mismo, o relatada por otros, siempre la autobiografía es un cúmulo de acontecimientos y contextos, de relaciones sociales y colectivas, de marcajes que son huellas, de tránsitos y senderos, de experiencias. Hay que tener conciencia de estas afirmaciones para escribir o contar, hilvanar con unidad y coherencia, con soltura y sin juicios lapidarios o inventos fugaces o interpretaciones parciales sobre personas y hechos. La autobiografía debe ser imparcial, objetiva a lo más, clara como el agua, sin desvíos o distractores, ya que contar nuestra propia realidad debe ser un reto para contar la verdad, nuestra realidad como ser humano. La narración no es juicio, no es corrección, sino un plasma claro y contundente, con descripciones y relatos que muestren la trayectoria individual y pública, privada si se quiere. Mostrar la vida desde el presente, cuerpo de recuerdos, menudencia de aconteceres tejidos dentro de un todo que es el contexto. Fuera quedan las vanaglorias o los enaltecimientos sobre el propio individuo o sobre otros de su entorno, porque se pierde la sustancia y la parcialidad ante ciertos acontecimientos o hechos.

La autobiografía es un estilo narrativo, es poco objetiva porque proviene de los recuerdos personales, muchos realidad y muchos ficción del propio individuo. Es una tendencia de las figuras públicas de distintos ámbitos y esferas, de los escritores que hacen ficciones de realidades, de los personajes familiares para dejar recuerdos y legados. La autobiografía es dejar huellas del paso por el mundo que nos tocó vivir. Dejar constancia de recuerdos. Realidades, hechos, acontecimientos y contextos, pero también pareceres personales y de la mente. Realidades y ficciones, interpretaciones personales de lo vivido, de lo extraordinario y lo importante, de lo falso y lo verdadero, de lo nuestro y de lo colectivo.

Narración y relato se entrelazan con la realidad verdadera y o ficticia. Es el individuo el que emerge como el actor histórico de su propia o ajena circunstancia en tiempo y en espacio, en mente y en relación social. La mano escribe o la boca narra trayendo el recuento de recuerdos y memorias guardadas que emergen y fluyen para dejar memoria y constancia de la propia vida y la de los demás. Individuo, familia, amigos, entornos, actuaciones, son parte de la estructura de la autobiografía, cuya coherencia coincide con los pareceres y consideraciones de la propia experiencia. Muchas veces representa un mea culpa, otras la justificación del actuar de una forma u otra, o el juicio lapidario contra los adversarios. Por eso la autobiografía es volátil como producto personal de un individuo, donde la mente influye en valorar escenas y escenarios, actores o individuos del entorno. La historia de vida emerge como una gran memoria personal y colectiva. Un resguardo de aconteceres que se recuerdan o valoran. Son inseparables, dependiendo del personaje que las cuenta, hombre, mujer, público o privado.

Para el que escribe una autobiografía es una experiencia con intenciones personales para trascender al tiempo, para dejar constancia de lo que se ha sido y de lo que se es antes de morir. Es trascender al tiempo. Es todo un reto por lo que tiene que ver con mostrar las debilidades y las virtudes, lo bueno y lo malo. Hablar de mi, de mi circunstancia, de mis razones, de mi actuar, de mi relación con los demás, es un reto personal, que indudablemente debe transitar la objetividad o no de lo que cuento o narro. La autobiografía no es una interpretación, es mostrar la realidad individual y personal, en las esferas de lo público y lo privado, hilvanando el contexto histórico que ha tocado vivir. En eso reside también el tema de la llamada historia oral, que marca a los individuos que narran su historia, aunque con el sesgo de quien entrevista y formula las interrogantes. Igualmente, hay autobiografías que son recuperadas por un narrador, que hace preguntas, que hace guía de los recuerdos, y donde se pierde sustancia de la manera en que fluyen los recuerdos y la manera de interpretarlos o contarlos con otra pluma que no es la del individuo.

La autobiografía es muy popular en los personajes históricos o familiares en todos los tiempos. Políticos, empresarios, líderes, intelectuales, militares, científicos, educadores, artistas, periodistas, diplomáticos, escritores, técnicos, ejecutivos, abogados, editores, entre otros, hombres y mujeres, en la historia universal y nacional o regional, han plasmado sus recuerdos en papel o narrado su pasado a otros o dejando constancia documental o electrónica en radio, televisión, internet u otras publicaciones. Es una necesidad de siempre contar los acontecimientos que han sucedido en la vida individual o pública. Las experiencias personales han producido gran cantidad de obras y documentales o proyectos de archivos sonoros y electrónicos o digitales. Esto sin contar con las narraciones que han entremezclado la realidad con la ficción, muy característico de la literatura autobiográfica que ha abundado en la producción de los escritores de novelas, cuentos o ensayos literarios.

Sería una tarea inútil hacer un balance bibliográfico de la producción de la autobiografía de una región, nación o mundial. Hay autobiografías notables de todos los tiempos, que nos han mostrado la historia de grandes personalidades que han trascendido a la historia, incluidas narrativas autobiográficas hechas por otros o grandes biografías retomadas a partir de ciertas autobiografías notables. Sería inútil, incluso, poder analizar estas producciones importantes para el conocimiento de muchas personalidades de distintos campos o historias. Baste con revisar los catálogos de las bibliotecas para darse cuenta de la importancia de la autobiografía como una producción historiográfica destacadísima para entender las trayectorias de individuos o contextos históricos de regiones, naciones o acontecimientos mundiales. Incluso, la producción autobiográfica es parte de las familias o grupos colectivos, cuyos personajes centrales emprendieron su autobiografía para dejar una huella en la historia familiar o de grupos específicos profesionales o no.

En el caso mexicano han abundado las autobiografías ligadas a momentos históricos importantes. Para la conquista abundan ciertas crónicas escritas a manera de recuerdos personales, sobre todo narrando experiencias de españoles e indígenas, impactados por los acontecimientos de antes y después de la caída de México-Tenochtitlan. El mismo Cortés lo hizo, junto con varios acompañantes, también las crónicas indígenas anotaron acontecimientos cruentos del enfrentamiento entre dos mundos. Para el caso de la colonia, lo más representativo fue Sor Juana Inés de la Cruz, o multitud de funcionarios o intelectuales que relataron sus experiencias en la Nueva España durante trescientos años. Muchas expediciones científicas o de evangelización contaron con relatos autobiográficos importantes para el conocimiento de diversos aspectos del acontecer novohispano. Los clérigos dejaron constancia de su actuar o su contexto.

Durante el siglo XIX, el género autobiográfico fue muy socorrido por los viajeros y exploradores de riquezas, por los inmigrantes y empresarios y ricachones, pero igual por actores históricos de primera magnitud, como Fray Servando Teresa de Mier, Lucas Alamán, Carlos María de Bustamante, Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora, entre muchos otros. Los viajeros fueron los más populares mostrando al país y sus experiencias, tal fue el caso de Francis Calderón de la Barca o Paula Kolonitz. Liberales y conservadores escribieron sus autobiografías, Guillermo Prieto, Benito Juárez, Ignacio Manuel Altamirano, Miguel Miramón, entre los más importantes. El género autobiográfico fue muy socorrido en ese siglo, aunque también hubo gran producción de obras de ficción y novelas que retrataron pasajes personales en ciertos acontecimientos históricos. En el porfiriato, hasta el dictador llegó a contar su autobiografía. Escritores como Federico Gamboa y otros intelectuales de la era porfiriana hicieron lo propio, con ciertos tintes de ficción por supuesto.

Para el periodo de la revolución abundaron las autobiografías de políticos, militares, líderes e intelectuales. Desde las memorias de Francisco Villa escritas por Martín Luis Guzmán, hasta aquellas sobre Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón, o las escritas por José Vasconcelos, Alfonso Reyes, o los apuntes de Lázaro Cárdenas, o las de Emilio Portes Gil o Alberto J. Pani, o Luis L. León o Marte R. Gómez, o Gonzalo N. Santos, e infinidad más. Para el periodo contemporáneo mexicano la autobiografía inundó la producción escrita y documental, sobre todo de políticos, empresarios, escritores, artistas. Cada una de ellas trató de dejar huella sobre su actuar en distintas épocas o actividades. Miguel Alemán, Gustavo Díaz Ordaz, José López Portillo, Carlos Salinas de Gortari, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, María Félix, entre muchos otros más, dejaron impresas o grabadas sus memorias y recuerdos. El género autobiográfico se vio estimulado igualmente desde los sesentas, gracias a la emergencia de la historia oral y los archivos sonoros, pero mucho más desde que en México se dio el crecimiento de los documentales grabados para el cine, la televisión o internet, desde finales de los setentas y sobre todo en los ochentas. El auge vino en los noventas con el incremento de la tecnología en la comunicación. Relatar o narrar la historia personal y la acción pública fue muy común para personajes de carne y hueso, con trayectorias públicas y privadas de interés para el público y los académicos.

La historiografía mexicana se nutrió con el género de la autobiografía histórica, aunque la autobiografía de ficción, cultivada por los escritores y literatos, también dio conocimientos importantes, como los libros de Elena Poniatowska sobre determinados personajes de la vida cultural de México en el siglo XX que, mediante las entrevistas, le han permitido reconstruir trayectorias históricas públicas y privadas. Otros escritores han cultivado este género en distintas obras, como Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Luis González de Alba, Cristina Pacheco, entre otros.

La autobiografía es un cúmulo de recuerdos que se hace en el presente y cuyos afanes o empeños están relacionados con el recuento del acontecer personal, público o privado, del personaje. Hay autobiografías que justifican, otras que argumentan, unas más que esquivan o desvían la atención, muchas otras pecan de ficción o invención, pero todas se relacionan con el relato o la narración de recuerdos acumulados en el presente del personaje o actor histórico, unas más son simples ficciones que se basan en realidades recordadas, que una pluma plasma para resaltar el interés o atención del público lector. Ambas tendencias son válidas y suficientes para la historiografía.

 

 

 

 

octubre 17, 2021

Archivos históricos mexicanos. Resguardo de la memoria

 

Los archivos históricos son instituciones públicas y privadas que resguardan el patrimonio documental gubernamental, organizacional o personal de una localidad, un municipio, un estado o una nación u organismo individual o colectivo. Los archivos son un legado del pasado y del presente, contienen la historia de la sociedad y son parte de la identidad histórica en sus distintas ramas y quehaceres. Los recintos documentales preservan la memoria colectiva de los pueblos, su conservación es de fundamental importancia para el conocimiento histórico.

El sistema de información cultural del gobierno mexicano anota que en el país hay 1, 272 archivos históricos en la república. Jalisco, Puebla y el Estado de México tienen más de cien archivos cada uno. Con más de 50 archivos se encuentran estados como Hidalgo, Michoacán, Guanajuato, Oaxaca, Zacatecas y Veracruz, considerando la cantidad de municipios con los que cuentan. Los estados con menos de diez archivos son Campeche, Baja California, Tlaxcala, Baja California Sur, Guerrero, Nayarit.

Los archivos históricos en México tuvieron su origen en el siglo XVI, ya por entonces existían las llamadas casas de códices (amoxcallis), que resguardaban códices que eran dibujados por los tlacuilos en el periodo prehispánico. Los mexicas educaban a los dibujantes para que plasmaran acontecimientos y personajes, o, incluso, reclamos. Las situaciones dibujadas en los códices fueron de principal importancia para el conocimiento. Los españoles utilizaron a los tlacuilos, que fueron transformándose en escribanos y hasta notarios enfocados a los testamentos, contratos, reclamos y establecimiento de propiedades agrícolas o urbanas. Fue hasta finales del siglo XVIII cuando se proyectó el Archivo General de la Nueva España, que no se consumó sino hasta 1823, luego de la consumación de la independencia. La elaboración de un marco jurídico y administrativo fue sustancial para la existencia del Archivo de la Nación, igual sucedió en varios estados de la república durante el siglo XIX. Los reglamentos que rigieron a estos recintos documentales se dieron en 1846 y 1920, que establecieron su utilidad y su resguardo como prioridades gubernamentales, ya desglosando lo histórico de lo administrativo. La legislación archivística fue consustancial a la labor de los recintos que resguardaban la documentación producida o agregada. Esto también implicó que los archivos tuvieran una posición dentro del sustento de información histórica, judicial, territorial, administrativa, política y de comunicación o transparencia gubernamentales en distintos niveles.

El Archivo General de la Nación fue parte de los ministerios de Relaciones Exteriores o de Gobernación. El Archivo estuvo en diversas sedes, en Palacio Nacional, en el Convento de Santo Domingo y en 1918 se colocó una gran parte en el Antiguo Templo de Guadalupe, en Tacubaya, edificio que se conoció como la Casa Amarilla. La necesidad de un espacio amplio para los documentos de México ocasionó que se hicieran varios proyectos de sedes, hasta que en 1973 se conjuntó en el Palacio de las Comunicaciones en la calle de Tacuba, para luego establecerse en el Palacio de Lecumberri años más tarde, donde permanece hasta la fecha.

La historia del Archivo General de la Nación es una historia interesante por sus sedes y su valía de documentación pública y privada que contiene. Pero además, porque desde allí se establecieron las reglas y técnicas para el funcionamiento de un sistema nacional de archivos históricos y administrativos, gracias a la participación de profesionales en archivística y bibliotecología, formados en la Escuela Nacional de Biblioteconomía y Archivonomía (ENBA), que se creó en 1945 y que ha sido parte fundamental del funcionamiento del Archivo Nacional, como en los municipales y estatales y otros recintos más. Los procesos de ordenación, catalogación, supervisión, conservación y restauración de documentos no serían adecuados sin la formación y especialización de cuadros que han profesionalizado la existencia de los archivos en México.

Los archivos de los municipios y estados de la república fueron un desastre hasta finales del siglo XX. Muchos de ellos fueron saqueados, quemados, abandonados o se perdieron por tenerlos en instalaciones inadecuadas y expuestos a bacterias y bichos de todo tipo. De hecho, para los historiadores ha sido difícil reconstruir la historia prehispánica, colonial, moderna y contemporánea de comunidades, localidades, municipios, estados, porque los archivos administrativos o históricos se fueron perdiendo paulatinamente, lo que, agregado al descuido, minó su permanencia en el tiempo. Gran cantidad de archivos municipales o estatales o aún nacionales han sido objeto de robos de documentación importante por parte de los usuarios o redes de corrupción que han sustraído documentos históricos de gran importancia. La vigilancia de los archivos es otra materia de su debilidad en localidades apartadas. Recientemente se ha descubierto que se han sustraído documentos del Archivo General de la Nación, que se han querido ofrecer en subastas en el extranjero. Se ha conocido también que, incluso historiadores extranjeros o nativos, han sustraído documentación para uso personal, que, por desgracia, en muchos casos, ha ocasionado la pérdida de importantes piezas documentales sobre determinados periodos de la historia nacional, estatal, municipal o local, o, también, sobre determinados personajes.

Desde el decenio de los ochentas, el Archivo General de la Nación se dio a la tarea de ordenar, clasificar, evaluar y conservar, mediante diversos instrumentos, a los archivos municipales y estatales del país. Labor titánica que implicó el rescate y resguardo adecuados para la documentación. El Archivo de la Nación, además, incorporó buena cantidad de archivos fotográficos, fílmicos, hemerotecas, mapotecas, de carácter privado o de organizaciones sociales y culturales. Algunas colecciones particulares se han donado o adquirido. A esto se sumó el resguardo de los archivos relacionados con el periodo contemporáneo de México, en especial vinculados con el control político, el espionaje y la vigilancia de los órganos gubernamentales del periodo del autoritarismo mexicano del siglo XX. La memoria histórica colectiva de México se encuentra a buen resguardo, a pesar de las problemáticas relacionadas con el hurto o robo de documentos históricos.

Los archivos históricos son fundamentales para el historiador, pero también para la educación y la cultura. La memoria del tiempo se contiene en los archivos a través de la documentación que el pasado fue creando y que documenta la sociedad, la economía, la política, la cultura, el territorio, el medio ambiente, la vida cotidiana y todo lo relacionado con la actividad humana en el tiempo. La cultura archivística es muy extendida en México, es parte del resguardo de la memoria, pero también de la rendición de cuentas y la transparencia gubernamental en el mundo contemporáneo. La generación de documentos a lo largo de la historia proviene de la acción de los gobiernos de todos los niveles, pero también de aquella que proviene de la interacción social. En el mundo actual se habla también de la existencia de los archivos digitales, un agregado de los archivos documentales, como parte de esa interacción. Esto a nivel mundial, porque la web ha enriquecido la memoria digital para el futuro, prácticamente, desde la década de los ochentas del siglo XX.

 

 

 

 

 

 

octubre 10, 2021

Los museos y la cultura en México. Pasado de gloria, presente de confusión.

 

El Museo es un espacio que acopia, conserva y muestra objetos naturales, científicos, artísticos, técnicos e históricos. La educación y la cultura son parte de su misión cotidiana, con una visión de largo plazo institucional y social. El Museo es una institución encargada de coleccionar, conservar, investigar, educar y difundir su objeto para trascender en el tiempo y mostrar la riqueza de la identidad social e histórica. El conocimiento y su divulgación son una razón de ser de los recintos museísticos en el mundo. Son parte indiscutible de la identidad de un sitio, un periodo, una expresión, una cultura o un ambiente. Son también un objeto principal de la historiografía, por medio de los guiones o explicaciones que se brindan sobre el origen, razón o ser de un objeto o un conjunto de objetos, de acuerdo con los temas que el museo privilegia a través de su origen y objetivos.

Existen 1, 399 museos registrados en México, de acuerdo con cifras oficiales. En 1790 se inauguró el primer museo en la ciudad de México, dedicado a la flora y la fauna. En 1825 se fundó el primer Museo Nacional Mexicano. La iniciativa de su creación fue del presidente Guadalupe Victoria, compuesto por piezas arqueológicas que pertenecían a la Real y Pontificia Universidad de México. Con el tiempo, este mUseo se partió en dos, uno en Museo de Historia Natural en 1909 y, otro, en Museo Nacional de Antropología, Historia y Etnografía, que se fundó en 1910. Ya en 1886 se inauguró el Museo Regional Michoacano, ejemplo que siguieron en Guadalajara, Oaxaca, Mérida y Saltillo. 38 museos había en la república mexicana a inicios del siglo XX. Hacia 1940 se creó el Museo de Antropología, con las colecciones del fundado en 1910, que se habían ampliado. En 1944 se inauguró el Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec. Y en 1964 se fundó el Museo Nacional de Antropología e Historia, con la magna colección de arqueología mexicana. Un año después se creó el Museo Nacional de las Culturas con las colecciones que habían sido del Museo Nacional.

Los Museos en México crecieron y crecieron durante todo el siglo XX e inicios del actual siglo. Museos de arqueología, historia, arte, ciencia, tecnología, familiares, personales, empresariales e infantiles fueron construidos o establecidos con frecuencia y constancia. En los 32 estados de la república se expandieron los recintos museísticos durante el siglo XX. Según cifras del 2002, en cada estado había, al menos, cinco museos en promedio, aunque en algunos abundaron, como en la ciudad de México, Estado de México, Jalisco, sobre pasando incluso la centena en cada uno. Museos públicos, comunitarios, privados y llamados mixtos. Los museos temáticos abundaron, hechos por sindicatos, organizaciones particulares, familias y empresarios, mecenas artísticos o de la cultura popular, universitarios y profesionales, de la mujer, de las constituciones, de la anatomía humana, teatrales, dedicados a artistas, bibliotecarios, documentales, del cine y la televisión, fotografía, y un largo etcétera.

Dependientes del gobierno federal, de los gobiernos de los estados y municipios, los museos también fueron creados o mantenidos por universidades y organismos privados. El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), se instituyeron como los garantes del patrimonio museístico de parte del gobierno mexicano, prácticamente desde el decenio de los cuarentas. Instituciones locales hicieron lo propio mediante gobiernos de los estados de la república o los municipios.

En México, se consideraron a los museos como parte de la necesidad de la enseñanza básica, medio básica y superior. Filas y filas de estudiantes fueron el público cautivo de los museos de todo tipo. Los chicos con su libretita anotando datos y datos sobre el origen de cada objeto mostrado era muy común en todos los lugares. Pero también, los museos fueron considerados espacios turísticos de primera línea. Filas y filas de turistas de todo el mundo formados para ver los objetos y leer las cédulas de cada uno. Los museos se convirtieron entonces en fuentes de saber y conocimiento en diversas temáticas, fueron los difusores de la identidad cultural. Su importancia fue principalísima para las políticas educativas, culturales y turísticas de los gobiernos de todos los niveles.

Los políticos o funcionarios en México, por lo regular, ponen en sus programas de gobierno la creación de museos, de acuerdo con la conveniencia del territorio que gobiernan o a los intereses que cumplen, públicos o privados. Vinculados a la política educativa o cultural, los museos han cumplido una función política muy importante en la historia de México y, con ellos, la historiografía ha jugado un papel fundamental por la participación de historiadores locales, profesionales y divulgadores en la elaboración de contenidos para explicar o entender la trayectoria de determinados objetos o colecciones o de la misión misma de los recintos.

Poco se ha escrito sobre la historia de los museos en México, excepto por una historia elaborada por Miguel Ángel Fernández, publicada en 1988, o los trabajos periodísticos de Raquel Tibol o Gerardo Ochoa Sandy en diversos espacios. Útil ha resultado el Atlas de infraestructura cultural que se publicó en el 2003 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, que permitió ver el patrimonio museístico del país en los estados de la república y en las ciudades, para abordar análisis que permitan entender la oferta museística en función de las poblaciones y las necesidades educativas o culturales de la sociedad. Lo que es un hecho, sin duda, es que los museos en México han tenido una evolución importante, con momentos estelares en 1944 y 1964 o, aún más, durante las dos primeras décadas del siglo XXI. La inversión en la hechura de los museos ha sido constante. El problema de hacerlos no es tal, sino más bien su mantenimiento a futuro, ya que se han requerido presupuestos altos en infraestructura física, humana y, lo más importante, en renovar el conocimiento de los objetos y exposiciones que resguardan, incluyendo sus contextos.

El auge de museos en México ha mostrado una gran inversión financiera, pero también un gran interés por el conocimiento y difusión de la cultura del país en todos los estados de la república o en los municipios. Los gobiernos de todos los niveles han invertido en estos recintos del saber y el conocimiento para difundir el pasado o el presente de la sociedad, siempre con un tinte educativo y cultural y turístico o de folklor. Realzar la trayectoria histórica o artística o arqueológica o científica de la comunidad ha sido una cuestión importante para el crecimiento de los museos. Existe la tendencia, sin embargo, de que los museos se identifiquen con la cultura popular de los lugares o se dediquen a materias fuera de lugar con espectáculos o labores técnicas o fuera del tema que los caracteriza, más que en la materia por la cual fueron creados en historia, mundo natural o cuestión artística.

La utilidad de los museos reside en su impacto educativo, turístico y cultural. El impacto en la localidad, municipio, estado o a nivel nacional, es importante e implica una inversión financiera y de conocimiento y difusión constantes. La renovación de colecciones o la sustancia del conocimiento que se difunde implican profesionalidad de las personas que trabajan en los recintos. En México, la especialización laboral de los museos deja mucho que desear en el enfoque de investigación que se requiere. Muchos recurren a historiadores profesionales o especializados para hacer las cédulas de identificación o los textos explicativos de contenido. Esto sin contar, el trabajo especializado de restauradores y conservadores de objetos. La inversión en recursos humanos es cuantiosa, ya ni se diga en el mantenimiento.

En México, los museos dedicados a la arqueología y a la historia abundan en todos los estados de la república y en algunos municipios. El interés por la historia de la comunidad o la localidad o el estado es grande, reforzando el conocimiento del ámbito educativo y cultural de la sociedad. Muchos museos hacen una labor adicional en la concertación de visitas guiadas en las escuelas, con tal de acrecentar el nivel del público que los visita. Esta labor es buena para cumplir las misiones de los recintos que resguardan la historia, el arte y la cultura. Hay museos pequeños, sin embargo, que no tienen capacidad para recibir mucha gente, sobreviven de los presupuestos gubernamentales. Muchos museos confunden el arte popular o el espectáculo para atraer gente, funcionan como casas de cultura, lo que desmerece sus contenidos y especialización, aunque esto se maquilla con la finalidad de brindar cifras de asistencia que luego no corresponden con la realidad cualitativa.

Los museos están conectados con la historiografía mediante investigaciones y publicaciones, ahora mucho más con la muestra de contenidos digitales en páginas web y redes sociales. Para mucha gente no es indispensable acudir a los museos y disfrutar de sus contenidos, porque ahora se visualizan mediante internet, incluso para tomar la información que se les pide a los estudiantes en las escuelas o, simplemente, por gusto de visualizar objetos y explicaciones que se contienen. La muestra del contenido de los museos en la web es una muy buena opción para difundir sus colecciones o muestras específicas. Grandes museos del mundo han tenido mucho éxito con su presencia en el mundo digital.

Los museos están en crisis en México por la carencia de recursos financieros y lo que implica en la difusión. Los museos, en la mayoría de los casos, son elefantes blancos sin una prospectiva de futuro de éxito. Ahora, con la crisis de la pandemia por el covid19, los museos han entrado en un letargo impresionante por la baja de la asistencia del público y la carencia de recursos oficiales o privados.

La alternativa de sobrevivir, sin duda, es el mundo digital para mostrar sus contenidos en todas las dimensiones. Las visitas digitales son la punta de lanza para que los museos sobrevivan y sigan exponiendo sus temas relacionados con la identidad histórica o estética o artística o científica. México no necesita más museos por el momento. La infraestructura actual es suficientemente vasta para atender a la población vía web.

La cultura digital está implicando la readecuación de los museos físicos a la estructura electrónica, de tal forma que lo que muestran y divulgan los museos esté a tono con la interacción con ese mundo que existe digitalmente. Los procesos de emisión deben cambiar desde los museos físicos, mostrando lo que muestran y explicando su razón de ser en el mundo presente.

La tecnología digital y de la comunicación realza el papel de los museos en la sociedad, ya que divulga ampliamente sus contenidos y significados simbólicos a nivel mundial. Los museos físicos deben cambiar y andar hacia allá, contemplando una mínima recepción presencial. Reforzar los contenidos de las muestras con imágenes revoluciona, indiscutiblemente, el papel de los museos.

 


octubre 03, 2021

Los mal llamados Tratados de Bucareli y la rebelión delahuertista de 1923

 

Entre el 14 de mayo y el 15 de agosto de 1923, los comisionados estadounidenses Charles Beecher Warren y John Barton Payne, así como sus homólogos mexicanos Ramón Ross y Fernando González Roa, se reunieron en la Ciudad de México en el número 85 de la calle Bucareli para “alcanzar un entendimiento satisfactorio” entre México y Estados Unidos, con el propósito de negociar la Convención de Reclamaciones Especiales para la resolución de las demandas de ciudadanos estadounidenses provenientes de actos revolucionarios en México en el periodo del 20 de noviembre de 1910 al 31 de mayo de 1920; la Convención de Reclamaciones Generales, que se refería a las quejas de ciudadanos de cada país en contra de del otro, desde 1868, y un “entendimiento mutuo” para los asuntos relacionados con el subsuelo y cuestiones agrarias mexicanas que condicionarían, fundamentalmente, la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y México, interrumpidas desde 1920. Diecinueve juntas o sesiones se llevaron a cabo entre los comisionados de ambos países, fungiendo como secretarios, por los estadounidenses, L. Lanier Winslow, que contó con un auxiliar, H. Ralph Ringe, y por los mexicanos, Juan Urquidi, quien no contó con auxiliar.

En lo formal, las reuniones de estos comisionados tuvieron la intención de crear tres acuerdos. Uno, el documento sobre la Convención Especial de Reclamaciones, dos, el texto de la Convención de Reclamaciones Generales, y tres, las minutas o actas que establecían los acuerdos o disquisiciones relativas a temas como el subsuelo o la cuestión agraria, que debían certificarse. Los primeros dos acuerdos debían ser ratificados por los ejecutivos y los Congresos de ambos países, mientas que los acuerdos de las minutas, luego llamados “acuerdos extraoficiales”, serían solamente certificados por los ejecutivos.

En conjunto, estos acuerdos o negociaciones darían la pauta para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas que, en lo político, significaban un convenio entre el presidente estadounidense Warren G. Harding y su homólogo mexicano, Álvaro Obregón, para que este último recibiera el reconocimiento diplomático y, por ende, la solución formal que sirviera de base para la agenda bilateral, aunque su significado político tuviera otras connotaciones para ambos países.

Las reuniones celebradas, así como sus causas y consecuencias en lo formal, legal, diplomático o político han recibido el nombre de “conferencias”, “convenios”, “acuerdos”, “negociaciones”. Todas estas definiciones pueden ser válidas, aunque sus significados han variado dentro de la historiografía sobre el tema que, por lo demás, ha sido desde el enfoque testimonial, aportado por protagonistas y testigos, el académico relacionado con el derecho, la historia o el periodismo, sobre todo en lo que se refiere a lo político y lo diplomático. Todos coinciden, sin embargo, en la supeditación y la desventaja que tuvieron esas reuniones para el gobierno mexicano, el cual, ante la búsqueda del casi necesario e indispensable reconocimiento diplomático, tuvo que aceptar la injerencia política de Estados Unidos en asuntos internos de México, fundamentalmente por poner en la mesa de discusión de las citadas reuniones el análisis de temas sensibles, como la aplicación del artículo 27 constitucional en lo relacionado a la cuestión agraria y del subsuelo; la aplicación retroactiva de la ley establecida en la Carta magna de 1917, con todo lo que implicaba en la aplicación del Derecho Internacional; el pago de la deuda externa mexicana, que involucraba al Comité Internacional de Banqueros, con sede en Nueva York, ya con acuerdos anteriores, signados en el convenio entre Adolfo de la Huerta, secretario de Hacienda, y el presidente del Comité, Thomas J. Lamont, en 1922 en Nueva York, el sistema impositivo vinculado a las exportaciones del petróleo mexicano; las deudas por el sistema ferroviario con que contaba el país, dependientes de empresas americanas; la reforma agraria aplicada a propiedades de ciudadanos estadounidenses en beneficio de los campesinos mexicanos, política considerada como “confiscatoria” por los comisionados estadounidenses; el crédito internacional necesario para la reconstrucción económica del país, que tuvo un acuerdo previo en 1922, el cual no se respetó en aquel momento.

Los llamados Tratados de Bucareli representaron, desde entonces, una “leyenda negra” de la política y la diplomacia mexicana del obregonismo. Todas las versiones indicaban que, además de los temas abordados, se habían celebrado acuerdos “extraoficiales” que dañaban la soberanía nacional, lesionaban la Constitución de 1917, supeditaban a México al marco de influencia financiera y económica estadounidense y, lo peor, que comprometían al país en su desarrollo económico y político interno para el futuro. Todo se debía a la necesidad del reconocimiento diplomático, que daría por resultado el apoyo financiero, militar, tecnológico y político de Estados Unidos al gobierno de Obregón y, con ello, de la comunidad internacional.

Existen todavía algunas interrogantes que hay que contestar para romper, en definitiva, la “leyenda negra” de dichos recuerdos, que aún ahora son inquietantes para la interpretación histórica, pero también para las versiones periodísticas o provenientes del análisis jurídico y, sin duda alguna, para el conocimiento histórico: ¿Qué acuerdos se celebraron entre los comisionados de ambos países?, ¿qué fue lo que se firmó en realidad?, ¿en qué consistieron los acuerdos en concreto, fuera de la interpretaciones políticas del momento?, ¿existieron los “pactos extraoficiales”?, ¿qué relación se dio entre los acuerdos y la política interna mexicana?, ¿qué relación hubo entre estos acuerdos y la rebelión delahuertista que fracturó al triunvirato sonorense?, ¿qué alcances tuvieron los acuerdos inmediatamente después?

En primer lugar, las pláticas llegaron a acuerdos en lo que se refería a la Comisión Especial de Reclamaciones, que abarcó los siguientes puntos: 1) Se incluían todas las reclamaciones realizadas contra México, por ciudadanos, corporaciones, compañías o asociaciones de Estados Unidos, por pérdidas o daños sufridos en sus personas o en sus propiedades durante revoluciones o disturbios que ocurrieron en México en el periodo comprendido del 20 de noviembre de 1910 al 31 de mayo de 1920; 2) Las reclamaciones que se examinaron fueron las que provinieron de cualquier acto de un gobierno de jure o de facto; de fuerzas revolucionarias establecidas al triunfo de su causa gobiernos de jure o de facto, o fuerzas revolucionarias contrarias, como aquellas procedentes de la disgregación de las mencionadas o fuerzas federales disueltas o provenientes de motines o tumultos; 3) La Comisión quedaba constituida por un miembro nombrado por el presidente de Estados Unidos, otro designado por el presidente mexicano, y el tercero presidiría la Comisión por acuerdo mutuo entre las partes; 4) Todas las reclamaciones debían ser presentadas dentro de los dos años contados desde la fecha de su primera junta; y 5) La cantidad adjudicada a los reclamantes debía ser pagada e moneda de oro o su equivalente por el gobierno mexicano a gobierno estadounidense.

En segundo lugar, se llegó a acuerdos puntuales en cuanto a la Convención de Reclamaciones Generales, que atendía las “reclamaciones de los ciudadanos de cada país en contra de otros, a partir de la firma de la Convención de reclamaciones de julio 4 de 1868, fundamentalmente en el Derecho Internacional que se sostenía en “la justicia y la equidad” que postulaba como base la actuación de la comisión Mixta de Reclamaciones firmada entre México y Estados Unidos en 1868. La Convención General dictaminaría los presentados y decidiría sobre los casos atrasados entre ambos países. Esta Convención, además, incluía la evaluación de la Convención Especial.

Ambas Comisiones se instituían como cortes especiales, y favorecían que el gobierno mexicano garantizara los derechos de los ciudadanos estadounidenses, sin la firma de un Tratado de Amistad y Comercio entre México y Estados Unidos, lo que era irregular de acuerdo con la Constitución de 1917. Sin embargo, ambas instituciones establecían como efecto de las pláticas, como una condición sine qua non, que permitía el reconocimiento diplomático de Estados Unidos al gobierno mexicano encabezado por Álvaro Obregón.

Las discusiones de los comisionados, además, se centraron en puntos demasiado sensibles para los mexicanos, como los asuntos de los ferrocarriles, el petróleo y la cuestión agraria, que involucraron la aplicación legal de la Constitución de 1917 y sus leyes reglamentarias futuras. Precisamente, sobre estos temas discutidos, se llegó a acuerdos firmados en las minutas, considerando las apreciaciones de los comisionados quienes defendieron sus puntos de vista con claras diferencias de apreciación e interpretación de las leyes mexicanas o de los acuerdos anteriores celebrados entre Estados Unidos y México. El conocimiento posterior de estas disquisiciones fue lo que originó las variadas versiones sobre la “leyenda negra” de las conversaciones de Bucareli que, además, nunca se establecieron como acuerdos formales entre ambos países, ni se ratificaron por sus Congresos, como lo establecía la legislación diplomática, aunque sucedía lo contrario con respecto a las Convenciones de Reclamaciones, que sí necesitaban ratificación.

Las discusiones entre los representantes abundaron en temas y problemas delicados para la política interna mexicana, lo que comprometió, sin duda, al gobierno obregonista ante la opinión pública, sus detractores y adversarios. Temas como la aplicación retroactiva del artículo 27 constitucional; el impuesto sobre contratos y exportaciones petroleras; la devolución de los ferrocarriles a sus antiguos propietarios; la repartición de ejidos; las restricciones de propiedad a lo largo de las costas y fronteras mexicanas a los extranjeros; las restricciones de los derechos religiosos: las reclamaciones no solucionadas a favor de los estadounidenses; las disputas fronterizas a lo largo del río Bravo; las dificultades en torno al pago de la deuda exterior mexicana y el futuro de la celebración de un Tratado de Amistad y Comercio entre ambos países representaron el centro de las discusiones que, tan pronto como fueron firmadas en las minutas, involucraron al gobierno mexicano en “pactos extraoficiales” que posteriormente no se llevaron a cabo, pero que se transformaron en el “talón de Aquiles” de la discusión pública a favor del obregonismo y su policía exterior o en su contra, involucrando, sin duda, a la política interior mexicana.

En materia petrolera, los comisionados llegaron a los siguientes acuerdos: 1) Respeto por la retroactividad del párrafo cuarto del artículo 27 constitucional para los casos en que se hubiera celebrado un “acto positivo” o una manifestación de explotar el subsuelo; 2) Intención del reconocimiento del gobierno mexicano, en el presente y en el futuro próximo, de los derechos sobre el subsuelo de todos aquellos que hubieran llevado a cabo cualquier “acto positivo”, como era el caso de las compañías petroleras; 3) Concesión del gobierno mexicano de un derecho de preferencia, con exclusión de terceros, a los propietarios de superficie que hubieran celebrado los así llamados “actos positivos”; 4) Reconocimiento al gobierno estadounidense de su derecho para hacer reservas de todos los derechos de sus ciudadanos, en relación con el subsuelo, y al gobierno mexicano respecto a tierras en las cuales no se hubiera realizado un “acto positivo”.

Sobre la cuestión agraria, se establecieron acuerdos también, muy comprometedores; 1) Acerca de la división de tierras, no hubo una declaración especial, porque se incluyó en un apartado de “reserva de derechos” del gobierno estadounidense, debido a que el Congreso mexicano no había expedido hasta el momento una ley reglamentaria por la cual se autorizara crear deudas agrarias con otros gobiernos; 2) La aceptación de bonos en pago de tierras para ejidos no mayores a 1 755 hectáreas, que fueran o hubieran sido propiedad de ciudadanos e intereses estadounidenses, no constituyendo un precedente aplicable a otras tierras o propiedades de esos ciudadanos; 3) Disposiciones generales de los bonos que se utilizarían en pago de tierras expropiadas, en referencia a la emisión, interés anual y amortización; 4) Con la reanudación de relaciones diplomáticas y la ratificación de la Convención General y Especial de Reclamaciones, se incluía la promesa de que el gobierno estadounidense se comprometía a que sus ciudadanos aceptaran bonos en pago de tierras para ejidos, no mayores de 1 755 hectáreas; 5) Los ciudadanos estadounidenses, poseedores de propiedades o derechos dañados por injusticias provenientes de la expropiación de tierras para ejidos, tendrían el recurso de presentar sus quejas ante la Convención General de Reclamaciones; 6) El gobierno mexicano se comprometía a vigilar por la inmediata restitución de propiedades y derechos confiscados indebidamente durante la revolución a intereses y ciudadanos estadounidenses; 7) Cuando la expropiación tuviese lugar, por concepto de la aplicación del artículo 27, en lo referente a la restitución, fraccionamiento de latifundios, anulación de títulos u otros, en estos casos no podrían ser afectados los derechos e intereses estadounidenses, sino mediante una compensación “justa”.

Los “pactos extraoficiales” en materia petrolera y agraria representaron el compromiso “moral” del presidente Obregón para detener o, por lo menos, retrasar, la aplicación de las disposiciones de la Constitución de 1917 en tales materias y, con ello, lograr el ansiado reconocimiento diplomático del gobierno estadounidense, antes de que su gobierno concluyera. Ambas partes firmaron los acuerdos formales, como las comisiones de reclamaciones, y las conclusiones de los “pactos extraoficiales”, a inicios de septiembre de 1923, ya que los ejecutivos de ambos países los aprobaron.

El destacado internacionalista Isidro Fabela, de entre los muchos especialistas en Derecho Internacional o analistas de la política exterior mexicana, fue quien mejor resumió los resultados de los acuerdos de Bucareli y su significado político y diplomático, tanto en lo formal como en lo “extraoficial”, años después, por supuesto que con una postura contraria, concluyendo:

 

(…) la obligaciones que México contrajo eran claramente contrarias al Derecho Internacional y que, se así lo hizo, “eso se debió únicamente al deseo que Obregón tenía par que se reconociese su gobierno”. (…) Obregón compró el reconocimiento de su gobierno y el afecto pagó el siguiente precio:

1.     Se acordó que el artículo 27 constitucional no era retroactivo y a ese efecto, la “Suprema Corte” dictó cinco ejecutorias consecutivas y uniformes. De esta manera, se retardó la independencia económica de México con graves perjuicios para nuestro país y el consiguiente beneficio de los accionistas en el extranjero.

2.     El gobierno de México permitió que se sometieran a la Comisión General de Reclamaciones de ciudadanos norteamericanos provenientes de la expropiación de tierras. Consistió, asimismo, en pagar, en efectivo, las tierras que se expropiasen en exceso de las mil setecientas cincuenta y cinco hectáreas y, en bonos, aquellas que no alcanzasen esta cifra. Por consiguiente, y por el mero hecho de que a los ciudadanos norteamericanos se otorgó un recurso legal que desde el principio se negó a los ciudadanos mexicanos, se estableció una situación de desventaja para éstos que nunca debía haberse permitido. Ya se está pagando a los ciudadanos norteamericanos el importe de las tierras que le fueron expropiadas, en tanto que a los mexicanos no solamente no se les da un centavo, sino que,  además, se les niega el recurso judicial.

3.     México admitió, en la Convención Especial de Reclamaciones, su responsabilidad por los daños causados por la revolución. “El derecho internacional no admite responsabilidad semejante”.

4.     México admitió indemnizar a los ciudadanos norteamericanos por todos los daños sufridos por los mismos desde 1868, hasta un año después de celebrada la primera junta de la comisión de Reclamaciones. Este plazo fue prorrogado posteriormente.

5.     “Resulta innecesario decir que un gobierno más enérgico y más digno, se hubiera negado a aceptar esas condiciones.

 

Los llamados Tratados de Bucareli representaron una cuausal para el logro del reconocimiento estadounidense al gobierno de Álvaro Obregón, aunque esto implicó una tormenta política en el seno de la élite del poder encabezada por el llamado “triunvirato sonorense”, que, independientemente de las razones internas vinculadas al proceso de sucesión presidencial, colocaron a los acuerdos en el leit motiv de una ruptura anunciada que mezcló, indiscutiblemente, a la política exterior con la política interior de México.

La celebración de las pláticas de Bucareli en mucho se debió al interés del presidente Obregón por llegar a un acuerdo que condujera al reconocimiento diplomático inmediato, influido por la presencia del secretario de Relaciones Exteriores, Alberto J. Pani, quien se había opuesto a los convenios que el secretario de Hacienda, Adolfo de la Huerta, había celebrado en Nueva York con los banqueros internacionales encabezados por Thomas Lamont en 1922, quienes no habían solucionado el problema del reconocimiento diplomático, sin embargo, propusieron un acuerdo relacionado con la deuda externa mexicana que evitó la celebración de un Tratado de Amistad y Comercio propuesto por el gobierno estadounidense en 1921, ampliamente desventajoso para México. La organización y desarrollo de las pláticas no incluyeron al secretario de Hacienda, aun cuando en ellas se abordarían temas que De la Huerta ya había negociado con el gobierno estadounidense.

De la Huerta siempre sostuvo que no fue informado sobre las conferencias de Bucareli, tanto en su etapa de preparación, como en los temas que se estaban abordando y, mucho menos, sobre las intenciones “secretas” que el presidente intentaba abordar con los estadounidenses para el logro del reconocimiento. La primera noticia que tuvo al respecto fue mediante la lectura de un diario neoyorquino, cuando se encontraba en Hermosillo, Sonora, en abril de 1923. Alertado por este comunicado, De la Huerta le escribió al presidente Obregón, reafirmando que había logrado la aceptación de la política obregonista, la cual involucraba a los estadounidenses y sus demandas, sin ninguna objeción, sobre todo, en cuanto a la ratificación y cumplimiento de la deuda pública, la confirmación de los derechos petroleros adquiridos antes de 1917, el avalúo real o comercial de las tierras propiedad de estadounidenses para que fueran pagadas justa y equitativamente. De acuerdo con De la Huerta, la negociación de estas cuestiones ya se había realizado en Washington al más alto nivel, permitiendo que se procediera a la reanudación de las relaciones diplomáticas. Era improcedente que se volvieran a discutir estos asuntos, lo que favorecería la exigencia estadounidense en torno a la celebración de un Tratado de amistad y Comercio, como preliminar para el reconocimiento, cuestión que debía rechazarse en definitiva.

El presidente respondió de inmediato a De la Huerta, afirmándole que la celebración de las conferencias de Bucareli no implicarían, de ninguna forma, compromiso alguno para el gobierno y que sólo se realizarían para un “cambio de impresiones” entre ambos gobiernos. Tanto el presidente como el secretario de Relaciones Exteriores, sin embargo, fueron reservados e impidieron involucrar al ministro de Hacienda en la organización y puesta en marcha de las conferencias, que fueron a puerta cerrada y casi en total sigilo.

De la Huerta siguió manteniendo su postura de que el gobierno mexicano debía ser reconocido sin condiciones, acuerdos o negociaciones adicionales a las celebradas durante 1922, ya ratificadas por los poderes Ejecutivo y Legislativo mexicanos, pues de lo contrario, se lesionarían los procesos de reglamentación del artículo 27 constitucional, la política petrolera y la reforma agraria, retrasando incluso la negociaciones y acuerdos logrados en lo que se refería a los ferrocarriles mexicanos.

Durante los meses en los que se desarrollaron las pláticas entre los comisionados, De la Huerta no fue informado del estado de las conversaciones, mucho menos sobre los acuerdos o desacuerdos en temas puntuales ya abordados por el secretario en Estados Unidos un año antes.

El ministerio de Hacienda, ante el silencio oficial al respecto y la negativa del presidente de que se estuvieran celebrando compromisos lesivos o ya concertados, solicitó la información pertinente directamente al comisionado mexicano, Fernando González Roa, en concreto, la copia de las minutas, durante las primera semana de agosto de 1923.

De la Huerta, sorprendido, manifestó en sus memorias:

 

           Comencé a leerlas y al principio un poco tranquilo porque creía que no era mala la orientación; pero a medida que adelantaba, veía cómo iban perdiendo terreno los nuestros y cómo los delegados Warren y Payne iban imponiéndose y nulificando toda nuestra legislación, declarando además que el artículo 27 no se iba a aplicar retroactivamente y que los americanos se reservaban el derecho de recurrir al amparo diplomático, cuando el artículo 27 establece que todo propietario en México, en cuestiones de tierras, renuncia a la protección de su país y todas las irregularidades que contienen los arreglos, además de que protocolizado todo, eso ya venía a constituir el tratado previo que yo había conseguido no celebrar en mis platicas con Harding y con Hughes y volvía así a imponérsele a México la condición de un tratada para que pudiese ser reconocido, tratado en el cual estaban estipuladas todas esas cláusulas que vulneraban nuestra soberanía y afectaban nuestra legislación, al grado de que echaban por tierra nuestra Constitución. De hecho, no quedaba ya la Constitución rigiendo para los extranjeros.

 

De la Huerta se sintió marginado de las negociaciones que se emprendían después de haber leído las minutas, que pronto se convertirían en acuerdos, dos formales y uno informal. De inmediato se entrevistó con el Presidente Obregón, a quien manifestó que se estaba mancillando la Ley y que se estaba cayendo en serias responsabilidades de “traición a la patria”, a lo que Obregón contestó que eran “quisquillosidades” y que no quería que su “gobierno pasara a la historia como no reconocido por los países civilizados del mundo”, que no daría “marcha atrás” porque al cargo se encontraban personas especialistas que estaban realizando los acuerdos, es decir, el ministro Pani y los representantes comisionados. De la Huerta, disgustado, manifestó al presidente que renunciaría al cargo de ministro de Hacienda, pues no sería copartícipe de la actuación presidencial en lo que se refería a esas negociaciones y acuerdos.

A partir de entonces, el rompimiento entre De la Huerta y el presidente era un hecho contundente, no sólo por la diferencias en torno a los acuerdos de Bucareli, sino a otros hechos en las relaciones políticas que tenían que ver con el proceso de la sucesión presidencial y el enfrentamiento político entre varios grupos, uno a favor de De la Huerta, otro en apoyo a Plutarco Elías Calles. La renuncia del ministro de Hacienda comenzó a ser un secreto a voces durante septiembre, luego de que el presidente informó al Congreso de la Unión sobre el reinicio de la elaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos y la ratificación de los acuerdos de Bucareli en Washington.

De la Huerta dictó su renuncia a su secretario particular, Froylán Manjarrez, quien la guardó en su bolsillo para entregársela al presidente en otra de sus entrevistas en el Castillo de Chapultepec. Obregón le pidió que solicitara licencia hasta el 1 de noviembre, pero el todavía ministro se negó. Fue deseo de De la Huerta que el documento quedara en manos del presidente. Copia del documento, según narra en sus memorias, quedó en las oficinas de su domicilio, a donde acudió Martín Luis Guzmán, director del periódico El Mundo, quien, al verla, la hizo pública el 22 de septiembre, cuestión que contravino la promesa verbal que De la Huerta había dado a Obregón de no hacerla pública. Según el propio De la Huerta, Obregón, indignado, ordenó entonces a Alberto J. Pani elaborar un informe detallado acerca de la Secretaría de Hacienda, cargo en el que fue nombrado a partir del 26 de septiembre, y que presentara al ex ministro como causante de la bancarrota gubernamental de la finanzas públicas, así como el quebranto que significarían los convenios anteriores relacionado con la deuda externa mexicana. Este hecho aceleró la ruptura de De la Huerta con el presidente y, obviamente, con los secretarios de Gobernación,  Plutarco Elías Calles, y el nuevo de Hacienda, Pani. De hecho, Calles y Pani se unieron para reforzar la ruptura entre De la Huerta y el presidente, como resultado de aquel informe, presentado y hecho público el 19 de octubre, cuyas consecuencias se expresaron en comparecencias ante el Congreso y justificaciones reiterativas del ex ministro.

Las circunstancias políticas por las que el país pasaba en los meses en los que se celebraban a puerta cerrada las conferencias de Bucareli acumularon las causales del rompimiento de De la Huerta con el presidente Obregón y, por ende, representaron el “caldo de cultivo” de la rebelión. La aceptación o el rechazo de la candidatura presidencial de De la Huerta, en pláticas sostenidas con el presidente y el secretario de Gobernación, o declaraciones públicas que negaban esa posibilidad ante la avalancha de apoyos de organizaciones cooperativistas, fueron una característica del comportamiento del ministro de Hacienda durante esos meses.

El disgusto de De la Huerta por las conferencias en Bucareli era evidente en la opinión pública. Bucareli representó un acontecimiento fundamental de la ruptura del triunvirato sonorense, que mezcló la política exterior con la política interior. A esto deben sumarse otros acontecimientos políticos que, mezclados con el proceso de sucesión, conllevaron al levantamiento delahuertista: el asesinato de Francisco Villa en julio de 1923; las elecciones gubernamentales de San Luis Potosí en agosto; las elecciones en Zacatecas y Nuevo León; la ruptura del líder del Partido Cooperatista, Jorge Prieto Laurens, con el presidente en la contestación al informe presidencial del 1 de septiembre, donde lo acusaba de querer imponer al general Calles como candidato oficial; la actitud de apoyo de Calles para con el presidente después de la renuncia de De la Huerta al ministerio de hacienda; tres supuestos intentos de asesinato en contra del ex ministro; las presiones de los diputados y líderes cooperatistas para que De la Huerta lanzara su candidatura presidencial con el apoyo y el debate en torno a la controversia Pani-De la Huerta por los informes del 19 de octubre, que en los siguientes días involucró también al Congreso de la Unión.

Los meses de octubre y noviembre de 1923 fueron de ajetreo político por el conflicto que, en definitiva, encabezaba De la Huerta. Por fin, el 20 de noviembre, el Partido Cooperatista, presidido por Jorge Prieto Laurens, luego de los resultados de la Convención para elegir candidato a la presidencia, dio a conocer que Adolfo de la Huerta aceptaba formalmente la candidatura. Sus declaraciones se concentraron en señalar que la aceptación de la candidatura tenía que ver con la respuesta ante los “cargos calumniosos” que se le formulaban, es especial, en contra de su actuación como secretario de hacienda y su oposición a los llamados acuerdos de Bucareli, que derribaban sus negociaciones con Washington para el logro del reconocimiento diplomático sin condiciones y objeciones a la política interna mexicana. Asimismo, reveló la imposición de Calles en las preferencias del presidente para la candidatura oficial así como los actos que lesionaban la soberanía de los estados en varios procesos electorales, en los que el propio De la Huerta se vio mezclado por su relación con los cooperatistas comandados por Jorge Prieto Laurens.

El 7 de diciembre se dio a conocer la Declaración Revolucionaria de Adolfo de la Huerta en Veracruz, donde se acusaba al presidente obregón de violar permanentemente la “soberanía del pueblo”, mediante el fraude electoral en Veracruz, San Luis Potosí, Zacatecas, Nuevo león, Coahuila y Michoacán en elecciones legislativas y ejecutivas. Igualmente, acusaba al presidente de romper con el equilibrio de poderes interviniendo en el Congreso de la Unión y en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para el logro de sus fines en la relaciones del centro con los estados, o para imponer la candidatura oficial de Plutarco Elías Calles. La violación de libertades públicas y los principios constitucionales eran la causa principal del manifiesto delahuertista que daba inicio a la rebelión.

El manifiesto delahuertista hacía referencia a siete logros fundamentales: 1) el respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los habitantes, fueran nacionales o extranjeros, 2) La reglamentación inmediata del artículo 123 constitucional, para el logro de las prerrogativas de los obreros y las obligaciones de los patrones; 3) La resolución del problema agrario, mediante la aplicación del artículo 27 en todas sus partes, en referencia directa a lo supuestamente pactado en Bucareli; 4) El respeto a la “soberanía del pueblo” en los procesos electorales de los estados; 5) Emprender reformas constitucionales para la abolición de la pena de muerte, excepto en casos de traición a la patria; 6) el otorgamiento del sufragio a la mujer; y 7) La intensificación nacional de la educación.

La rebelión obedecía mucho más a razones de política interna, que de relación con la política diplomática vinculada a las Conferencias de Bucareli y sus resultados, aunque la clara alusión al artículo 27 en materia agraria tenía en mucho que ver con los acuerdos.

Ya el 27 de noviembre, el Senado aprobó, con dos tercios de los votos, la Convención Especial de Reclamaciones, pero no así la Convención General, que se discutiría en reunión extraordinaria en enero de 1924. El advenimiento de la rebelión delahuertista urgía al presidente Obregón para la aprobación y, con ello, recibir el apoyo del gobierno estadounidense para combatir a los rebeldes mediante la compra de armamento y pertrechos. En un principio, los senadores González Garza, Pedro de Alba, Gersayn Ugarte, Francisco Field Jurado y Andrés Magallón se opusieron a la ratificación, pues consideraban que se le daban muchas concesiones al gobierno estadounidense, se lesionaba la “dignidad nacional” y rompían la soberanía nacional, coincidiendo con las posturas de los cooperatistas en el Congreso, pero también con las consideraciones de De la Huerta en la materia.

Los delahuertistas aparecían, desde finales de 1923, como los grandes opositores a los acuerdos de Bucareli. Conforme a la opinión pública, el reconocimiento diplomático de Estados Unidos a México favorecía la aprobación expedita de los Tratados y, por ende, el apoyo irrestricto para combatir la rebelión encabezaba De la Huerta, con el apoyo de gran parte de los mandos del ejército, los cooperatistas y miembros del Congreso de la Unión, así como gobernadores, jefes de operaciones militares y hombres fuertes en las regiones.

En este contexto, la ratificación de los Tratados de Bucareli, en especial la Convención General de Reclamaciones, siguió siendo el “talón de Aquiles” del presidente Obregón dentro del Congreso de la Unión, donde cooperatistas, obregonistas, laboristas, agraristas y callistas se enfrascaron en serias discusiones a partir de enero de 1924, el asesinato de Felipe Carrillo Puerto en Yucatán; las declaraciones de Luis N. Morones contra los diputados cooperatistas en el Congreso; el asesinato del senador Francisco Field Jurado el 23 de enero, quien encabezaba la oposición a la ratificación de la Convención General de Reclamaciones; el secuestro y amedrentamiento de los senadores opuestos y las negociaciones de Aarón Sáenz, subsecretario de Relaciones Exteriores, con los opositores de la ratificación inundaron el ambiente político del país, involucrando también a la rebelión encabezada por De la Huerta.

Finalmente, a principios de febrero de 1924, la Convención General de Reclamaciones fue aprobada en el Congreso con 28 votos a favor y 14 en contra, sin que se mencionaran los famosos “pactos extraoficiales”, relativos al petróleo y a la cuestión agraria, que fue un logro de las negociaciones de los funcionarios de Relaciones Exteriores con los diputados y senadores, aunque mucho se dijo acerca de que esos pactos habían consistido en compromisos morales y personales del presidente y que no tenían validez oficial. Con la ratificación se selló, sin duda, el reconocimiento y apoyo de los Estados Unidos al gobierno obregonista, a pesar de que el contexto político de inestabilidad y enfrentamiento inundaba la vida nacional con acusaciones de antinacionalismo y antipatriotismo con que el presidente selló “pactos” inconvenientes para el país y retardatarios de la aplicación de la  Constitución de 1917, sobre todo, en cuanto al artículo 27 se refería.

El 20 de febrero, De la Huerta proclamó en Frontera, Yucatán, un manifiesto a la nación en el que remataba las razones de la rebelión, entre las que ligaba los Tratados de Bucareli y afirmaba que los avances militares oficiales se debían al apoyo estadounidense en armamento y pertrechos, y que el movimiento delahuertista era finalmente dirigido contra la “venta” de la soberanía nacional a favor del vecino país. En seguida, De la Huerta partió a Nueva York en marzo y, con ello, la rebelión quedó en manos de otros personajes, como  Cándido Aguilar. y Salvador Alvarado. De la Huerta creyó que sus contactos diplomáticos de “alto nivel”, permitirían el apoyo estadounidense a la rebelión, pero no fue así. A partir de ese momento, De la Huerta y el delahuertismo quedaron liquidados.

El debate y la polémica en torno a las conferencias de Bucareli, sin embargo, continuó, tanto en lo que se refería a las Convenciones de Reclamaciones, como en lo que se establecía en los “pactos extraoficiales”, la “leyenda negra” que por mucho tiempo permaneció en el ambiente político, diplomático y jurídico. En 1925, la reglamentación de las fracciones primera y cuarta del artículo 27 constitucional suscitó de nuevo el debate sobre las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y México, tanto en el marco de la opinión pública como en las disquisiciones jurídicas, históricas y políticas; en 1927, la crisis entre ambos países, originada por la emisión de la Ley Orgánica del mismo artículo constitucional y su aplicación a las compañías petroleras estadounidenses, de nuevo se expresó en la discusión diplomática y política que incluía los temas agrarios, del subsuelo y de la retroactividad de la ley; los acuerdos del presidente Calle con el embajador estadounidense Morrow en 1928 pusieron en un impase la polémica de los acuerdos; y, finalmente, con la expropiación de las compañías petroleras en 1938, se cerró en definitiva el círculo de los discutido en Bucareli, con otro tipo de acuerdos que solucionaron la agenda bilateral vinculada a reclamaciones, pago de la deuda externa, petróleo y aplicación agraria, y donde la reivindicación del nacionalismo mexicano, frente a Estados Unidos, pareció haber sido solucionada por el presidente Lázaro Cárdenas.

A pesar de lo anterior, los Tratados de Bucareli de 1923 continuaron siendo discutidos dentro de la historiografía, la política y la diplomacia mexicana como acontecimiento vinculado al nacionalismo, a la soberanía y la independencia nacional que, por añadidura, habían sido razones de peso para la rebeldía delahuertista, que rompió la estabilidad política del país en  pleno momento de reconstrucción nacional después de la Revolución. Todavía a mediados del siglo XX, los protagonistas y testigos discutían sobre los Tratados y su significado, por su parte, los especialistas jurídicos, historiadores o políticos posrevolucionarios se enfrentaron en torno a sus interpretaciones y sus alcances.

Aún ahora, el tema sigue siendo polémico y contiene  interpretaciones encontradas, forma parte del bagaje histórico de leyendas negras y escondrijos, errores y fracasos, sujeciones y secretos, defensas patrióticas y luchas nacionalista, imposturas personalistas e imposiciones autoritarias, compromisos y promesas oscuras, que caracterizaron a la historia posrevolucionaria mexicana.

Nota: 

Este texto es una síntesis de mi libro Los Tratados de Bucareli y la rebelión delahuertista, publicado en México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, 2009 (Colección Historia para Todos).