noviembre 19, 2021

Hombres fuertes de la posrevolución mexicana. Historiografía y relaciones centro-región

 

El estudio y análisis del poder local y regional en México ha tenido un desarrollo historiográfico considerable desde el decenio de los setentas. La historiografía dedicada a este tema permitió entender el proceso de comportamiento histórico del poderío local y regional, sobre todo, para la historia de la revolución y posrevolución mexicanas, 1910 a 1940. Tanto historiadores mexicanos, como extranjeros, se interesaron en desentrañar el proceso de dispersión del poder que se dio en la revolución armada, pero también en el proceso de reconstrucción de la centralización política del nuevo régimen surgido de la revolución, durante el periodo llamado de la posrevolución, 1917-1940. Interés de historiadores, sociólogos y antropólogos, principalmente, la historiografía sobre los poderes locales y regionales realizó importantes aportaciones para el entendimiento de este fenómeno político y social, que se convirtió en pieza clave para entender la transición de un régimen político revolucionario a un régimen posrevolucionario y de reconstrucción, que favoreció la emergencia de un nuevo sistema político moderno hacia finales de la década de los treinta.

Algo muy importante de señalar es que cuando se habla de poderes locales y regionales se hace referencia a un conjunto de individuos, cuya acción social y política se establece a partir de ciertas bases sociales que interactúan entre sí para el dominio autonómico, autogestivo e independiente en un espacio determinado, pero que su mediación en las relaciones con el exterior los convierte también en intermediarios de sus redes sociales con las redes políticas exteriores. Los detentadores del poder local y regional, por regla general, son individuos con bases sociales de poder que tienen recursos militares, políticos, económicos y cuya popularidad se refiere al manejo de la identidad de su dominio territorial. Además, son individuos que cuentan con una camarilla de apoyo y logran el intermediarismo político con el exterior, para reforzar su acción dominante en un espacio determinado. Son actores fundamentales de la historia local y regional porque logran incidir a través de un liderazgo endógeno y exógeno, logrando mantener el poder político pero también el poder social y, en algunos casos, el poder económico y el control cultural. Sus mediaciones se dan tanto en el interior como con el exterior.

Hombres fuertes, caciques, caudillos, líderes, son las denominaciones más comunes. Su sentido premoderno se expresó durante el siglo XIX. Durante la eclosión de la revolución, la dispersión de poder ocasionó el surgimiento de estas figuras, que controlaron territorios regionales y fueron el medio de expresión de los regionalismos. Es por esto que es indispensable analizar la revolución mexicana, en su etapa de la lucha armada (1910-1917), porque esto permite el entendimiento de su surgimiento y acción pública en el proceso de la posrevolución (1917-1940), y su transformación a partir de la creación del sistema político moderno que se estableció a finales del decenio de los treintas. La dispersión de poder ocasionó que estos individuos se convirtieran en los actores sociales y políticos más importantes de la lucha armada, fue en el momento en que contaron con el control de las bases sociales de poder, y donde sus proyectos o programas de orden social los colocó en la cúspide de la acción y el dominio.

Estos individuos emergieron ante el vacío del poder central y la debilidad de un Estado. El cacique emergió como representante de las clases populares y sus demandas, para acumular poder y riquezas; mientras que el caudillo emergió mediante el control del poderío social y militar, enarbolando su dominio en un territorio, su capacidad de mantenimiento fue más fuerte en el caso del cacique. Los hombres fuertes que emergieron en la revolución eran fuertes porque combinaron las características de los caciques y los caudillos, además añadiendo el control territorial, social y político, con un proyecto autonómico y autogestivo, y, además, con capacidad de negociación con el exterior, estableciendo sus bases de intermediación. Otros más se convirtieron en líderes regionales con bases sociales de poder y con alianzas con órganos gubernamentales locales, estatales y nacionales, con un proyecto de orden que enarbolaban movimientos sociales concretos pero con impacto en el tiempo.

El carisma y la habilidad de mediación fueron importantes como elementos característicos de los hombres fuertes, los caciques, los caudillos y los líderes, que les permitió mantenerse en la palestra del poder político por mucho tiempo, prácticamente hasta que se logró el proceso de institucionalización y centralización del régimen surgido de la revolución. Su habilidad de negociación les permitió, prácticamente a todos esos personajes, configurar su permanencia en el poder, porque a través de esta habilidad mediaban e intermediaban demandas populares, recursos económicos, acciones políticas y capacidades regionalistas. Se convirtieron en intocables, sobre todo, a inicios del decenio de los veintes. Luego su permanencia fue fundamental en los procesos de centralización política que establecieron los sucesivos gobiernos nacionales, principalmente entre 1924 y 1935.

La fragmentación política fue el caldo de cultivo de la presencia de hombres fuertes, caciques, caudillos y líderes, que detentaron el poder local y regional ejerciendo su papel de intermediarios (broker en ciertas teorías antropológicas) con el centro político nacional. Esta cualidad, sobre todo de los caciques, les dio la posibilidad de defender, mediante un proyecto de orden social, una autonomía regionalista frente a la federalización y centralización del poder político, encarnado sobre todo en la figura presidencial. Los caudillos, en cambio, fueron perdiendo fuerza ante la profesionalización del ejército o el control de las autoridades con respecto a las bases, guerrillas y grupos militares, que impedían la emergencia de rebeliones e insurrecciones. Pocos caudillos quedaron a finales de los treinta, aunque la figura de cacique continuó modificándose y modernizándose más allá de 1940, tendiendo más hacia su participación como figuras de intermediación burocrática o política. La categoría de hombre fuerte, la más amplia y que incluye más elementos de análisis, es, ni duda cabe, una combinación de las categorías de líder, caudillo y cacique, y fue la que aplicó a liderazgos y gobernadores locales y regionales, con mayor precisión, en la historia de la posrevolución mexicana.

La revolución, el proceso de la lucha armada, desató un proceso de dispersión del poder nacional, que se expresó a través de la misma dispersión y la heterogeneidad de los poderes locales y regionales. La presencia de las fuerzas centrífugas y regionalistas fue una característica de la lucha armada, que conllevaría a una lucha entre el centro y las regiones durante la posrevolución. Este proceso surgió a partir de 1917 y se expresó con mayor fuerza durante los decenios de los veintes y treintas. La emergencia de un nuevo régimen político, basado en la Constitución de 1917, condujo a un proceso de construcción de un centro político nacional, mediante mecanismos centrípetos, que entró en conflicto con la presencia del centrifugismo y dispersión del poder regionalista. Los poderes locales y regionales entraron en conflicto con el centro nacional, representado por la figura presidencial del poder ejecutivo, pero también con los poderes legislativo y judicial, por la fuerza inaudita que adquirieron los hombres fuertes, los caciques, los caudillos y los líderes regionales, que encabezaron a los poderes locales y regionales haciendo contrapeso o aliándose con el centro del régimen.

Después de la promulgación de la Constitución de 1917, Venustiano Carranza se convirtió en presidente constitucional de la república, después de un proceso electoral que le dio legitimidad y cohesión ante las fuerzas políticas emergidas en el proceso de la lucha armada. La implementación de la Constitución, como base de un proyecto nacional, en los órdenes sociales, económicos, políticos y culturales, requirió de una presidencia fuerte que neutralizara a las fuerzas políticas y sociales centrífugas y regionalistas en todo el país. Las insurrecciones y conflictos militares, las movilizaciones sociales, la oposición política, las resistencias contrarrevolucionarias, los cacicazgos arraigados, los caudillismos militares y políticos, el fenómeno del bandolerismo social y militar, las protestas obreras y campesinas, la presencia y acción de los hombres fuertes, representaron la existencia de la efervescencia que todavía desataba la revolución. El control político de los constitucionalistas, triunfadores de la revolución, implicaba la necesidad primordial y prioritaria de la presidencia de Carranza, sobre todo, en la esfera política y en la arena militar.

El presidente Carranza, sin embargo, no logró contener los antagonismos, la lucha política de los caudillos, caciques y líderes surgidos en el proceso de la revolución, mucho menos neutralizar las rebeliones y oposiciones regionalistas que se expresaron entre 1917 y 1920. El presidente, por añadidura, no había logrado dominar al ejército, comandado por militares con raigambre regional, mucho menos, había logrado establecer alianzas estratégicas con los hombres fuertes regionales. La sucesión presidencial de 1920 inquietó a los políticos de la época, sobre todo a caudillos, como Álvaro Obregón, quien deseaba convertirse en presidente, apoyado por una multitud de fuerzas políticas constitucionalistas del país, principalmente de Sonora. Carranza eligió a un desconocido, Ignacio Bonillas, para sucederlo, ocasionando la oposición del Partido Liberal Constitucionalista y de los obregonistas. La ruptura sobrevino.

A inicios de 1920, el presidente intentó consolidar su presencia en Sonora, escenario de los opositores obregonistas, mediante el envío de fuerzas militares oficiales. Lo que consiguió fue una reacción regionalista a su intervención. En abril se dio a conocer el Plan de Agua Prieta, que acusó al gobierno nacional de violar la soberanía de los estados, coincidiendo con demandas de otros gobernadores, jefes militares y líderes regionales de otros estados, opuestos al presidente. Buena parte del ejército y de los gobernadores se identificaron con esa demanda, lo que permitió la identificación con Álvaro Obregón como el líder fundamental de la rebelión contra un gobierno que no había logrado establecer un centro nacional fuerte y vigoroso, como para oponerse a los localismos y regionalismos, mediante mecanismos políticos, la alianza, el control o el dominio militar. Agua Prieta conllevó al asesinato del presidente en su huida de la ciudad de México, en Tlaxcalatongo, Puebla, en el mes de mayo.

Álvaro Obregón no contaba con un control político absoluto. Sin embargo, los obregonistas tuvieron la habilidad de celebrar acuerdos y alianzas con los grupos regionales poderosos, principalmente, pero igual con jefes militares que mantenían el control de ciertos espacios locales y estatales. Los caudillos regionales y los gobernadores, de distinta tendencia política o ideológica, fueron incorporados al obregonismo, mediante alianzas estratégicas y mecanismos de intermediación de demandas e implantación de proyectos.

Después de la presidencia interina de Adolfo de la Huerta, Obregón emergió como un líder político habilidoso, mediador, tolerante y estimulante para los poderes locales y regionales, reconociendo las autonomías de hombres fuertes, caciques, caudillos y líderes, pero también de jefes militares y líderes de organizaciones sociales que actuaban en las regiones. Para Obregón era más importante construir un centro político poderoso y dominante, que permitiera mantener una estabilidad política nacional sin rebeliones, insurrecciones y oposiciones que trastornaran las acciones gubernamentales que favorecieran la acción de un nuevo Estado más vigoroso y fuerte. Obregón fue un caudillo militar, pero igual un hábil político, al construir ciertos mecanismos de poder, basados en la alianza y el acuerdo, la negociación y la intermediación, como bases para fortalecer su presencia y acción como presidente, dando un equilibrio de fuerzas donde la tolerancia a las autonomías y presencias regionales favoreciera la unidad nacional y, obvio, el incremento del dominio del centro del Estado, la figura presidencial.

La política obregonista, evidentemente, fue la creadora de un equilibrio regionalista, más que centralista, aunque en el fondo sus mecanismos llevarían a incrementar la estabilidad y, por ende, el control indispensable para evitar rupturas o desequilibrios en la acción gubernamental. El respeto a las autonomías y a la autogestión, sin embargo, condujo, de inmediato, al incremento de la fortaleza de los poderes locales y regionales, sobre todo, a través de la figura de los hombres fuertes, los caciques, los caudillos y los líderes, que eran, usualmente, gobernadores, presidentes municipales o intermediarios sociales con las autoridades. El caso de los gobernadores demostró que Obregón no deseaba una centralización profunda del Estado.

La fractura de la triada sonorense en 1923 e inicios de 1924, por el tema de la sucesión presidencial, ocasionó la rebelión delahuertista. 60% del ejército abandonó al gobierno federal por irse a la rebelión. Sin embargo, el apoyo de los poderes locales, principalmente de Adalberto Tejeda (Veracruz), Abundio Gómez (Estado de México), Tomás Garrido Canabal (Tabasco), Carlos Vidal (Chiapas), Saturnino Cedillo (San Luis Potosí), entre otros, impidió con mucho el éxito de la rebelión delahuertista, muy a pesar de que varios poderosos militares o caudillos estuvieron apoyando la revuelta, como Guadalupe Sánchez en Veracruz, Enrique Estrada en Jalisco, Fortunato Maycotte en Puebla o Rómulo Figueroa en Guerrero, que habían traicionado a la política central.

Para 1924, el centro del Estado posrevolucionario era mucho más fuerte que en 1920, gracias a la habilidad del presidente en el manejo de los poderes locales y regionales. La muestra fue el éxito oficial contra la rebelión delahuertista. Además, resultó efectivo el mecanismo de apoyo a las organizaciones nacionales campesinas y obreras, que incrementaron su presencia como sostenes del centro del Estado. Este capital político fue aprovechado por el nuevo presidente de la república, Plutarco Elías Calles, miembro de la triada sonorense vencedora de la revolución, para fortalecer el proceso de centralización y concentración del Estado, frente a los poderes locales y regionales, aunque tuvo que sortear, evidentemente, los caminos de las alianzas y establecer nuevos mecanismos de control, cooptación, negociación y equilibrio, para mantener la estabilidad, que además se vio alterada, indiscutiblemente, por la revolución cristera que a partir de 1926 llevó a una guerra entre el Estado y la Iglesia. El apoyo de los poderes locales implicó una necesidad en ese momento.

El presidente Calles, en un primer momento, modificó el panorama de apoyos y tolerancia a los gobernadores, caciques y caudillos regionales, interviniendo directamente en los estados. Durante la presidencia depuso a 25 gobernadores, conservando sólo aquellos afectos al centro y que no representaban un peligro para la estabilidad política y militar. Algunos sobrevivieron, como los poderosos Emilio Portes Gil en Tamaulipas, Saturnino Cedillo y Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí, Tomás Garrido Canabal en Tabasco, Carlos Vidal en Chiapas, o Abundio Gómez en el Estado de México. Otros surgieron como poderosos caudillos regionales y caciques, Ignacio Mendoza en Tlaxcala, Saturnino Osornio en Querétaro, José Iturralde en Yucatán, Carlos Riva Palacio en el estado de México.

La sucesión presidencial de 1928 necesitó de la presencia de Álvaro Obregón, como caudillo aglutinador del poder nacional. La fortaleza del centro por sobre las regiones implicaba recuperar la estabilidad política y la paz social, frente a los efectos que estaba produciendo la revuelta cristera y la rebelión militar de Arnulfo R. Gómez y Francisco R. Serrano. La figura central, nuevamente, fue el caudillo. Sin embargo, dos semanas después de celebradas las elecciones, el caudillo fue asesinado a manos de un fanático religioso, José de León Toral, derrumbando de tajo el poderío sonorense, además de llevar al traste el proceso de reconstrucción nacional posrevolucionario. Antes de que se resquebrajaran los logros del proceso de centralización política, encarnado en la figura presidencial, el presidente Calles optó por el apoyo de los grandes caudillos, caciques y líderes regionales, para mantener la estabilidad política del centro del régimen político, así como buscar una alternativa que permitiera el surgimiento, en la práctica, de la institucionalización como palestra de la centralización de la vida política mexicana.

Sin embargo, Calles se convertiría en el forjador de la institucionalidad, siendo él mismo el hombre fuerte representante de la centralidad del régimen posrevolucionario. Con esto se dio inicio entonces al periodo llamado del “maximato”, donde la figura central estaría dominada por Calles, con el apoyo indiscutible de los hombres fuertes regionales, tanto de factura caciquil y caudillesca, como militar y popular. Hacia finales de 1928, por añadidura, el mismo Calles fomentó que la unidad de los revolucionarios y la consolidación de la centralidad del Estado, dependiera de la fundación de un gran partido nacional, en el que coincidieran todas las organizaciones políticas y sociales del país, y que fuera el centro político partidista que aglutinara en su seno la batalla por la institucionalidad de la vida política mexicana. Esto daba cierta modernidad política al régimen.

La negociación de obregonistas y callistas a inicios de 1929, tanto con los gobernadores, como con las organizaciones políticas y sociales de carácter local y regional, en el mes de marzo favoreció el establecimiento del Partido Nacional Revolucionario (PNR), una agrupación nacional que representaba una gran alianza de partidos revolucionarios comprometidos con el ideal de la unidad nacional, pero también con aquel que tenía que ver con la autonomía regional.

Lázaro Cárdenas se convirtió en presidente y de inmediato reprodujo su proyecto regional desde la primera magistratura. La política de masas fue la palestra desde la cual se centralizaría e institucionalizaría el poder. Lo primero fue crear organizaciones de masas desde arriba, con intenciones nacionales y centrales, corporativizar a las masas populares para utilizarlas como bases sociales de poder. Esta labor progresista ocasionó problemas con el “Jefe Máximo”, lo que ocasionó un rompimiento entre el presidente y el callismo en 1935. El reinado de Plutarco Elías Calles llegó a su fin, y con esto se cerró la presencia de varios caudillos, caciques y líderes locales y regionales que lo apoyaban, como Tomás Garrido Canabal, Melchor Ortega, Agustín Arroyo Chávez, Joaquín Amaro, Saturnino Osornio, Filiberto Gómez, entre otros, que tuvieron que exiliarse del país.

La centralización del régimen posrevolucionario fue una prioridad para el presidente Cárdenas. Esto coadyuvó a la institucionalización de la estructura política nacional, pero antes que nada a la desaparición de los hombres fuertes regionales, fueran caudillos o caciques.

El cardenismo logró, en definitiva, la consolidación del poder central del régimen posrevolucionario mexicano, dando paso a otra modernización del sistema político mexicano. A Cárdenas se le debió el derribamiento definitivo de la dispersión de poder que se ocasionó en la lucha armada, así como el paso a un Estado posrevolucionario centralizado y concentrado, donde destacaba, ni duda cabe, el presidencialismo como centro fundamental de la estructura política. Los poderes locales y regionales cedieron al intervencionismo y penetración del centro político del nuevo régimen, creando otro tipo de intermediarios en las instancias burocráticas, institucionales y organizacionales que, desde 1940, dieron paso a  otro tipo de relaciones entre el centro y las regiones.

 

 

 

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