noviembre 28, 2021

Historia del sinarquismo mexicano

 

Una tarde del 23 de mayo de 1937 se fundó la Unión Nacional Sinarquista en la ciudad de León, Guanajuato, por parte de un grupo de estudiantes católicos que se oponían a las políticas cardenistas. Sinarquismo significaba “con orden, con autoridad”, contrario a anarquía y a revolución. La Doctrina Social de la Iglesia Católica en México fue adoptada como parte de la ideología social de la nueva organización, adicionada al guadalupanismo, el hispanismo y el nacionalismo de la patria. Los sinarquistas se definieron desde entonces como contrarios a la revolución hecha gobierno, al totalitarismo, al comunismo y al socialismo, al capitalismo yanqui, al judaísmo y al liberalismo. La organización surgía en contraposición al gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, a las políticas revolucionarias en materia agraria, religiosa, educativa, laboral, pero también para combatir el desorden y la anarquía que prevalecían en la sociedad mexicana, principalmente, en cuanto a los campesinos, los obreros y las clases medias.

            El 12 de junio de 1937, el Comité Organizador de la UNS, encabezado por José Trueba Olivares, dio a conocer el Manifiesto de creación y los objetivos de la organización. La ideología sinarquista se condensó en ese documento que sirvió para la propaganda, la difusión y el reclutamiento a lo largo de los años:

 

Ante los angustiosos problemas que agitan a toda la Nación, es absolutamente necesario que exista una organización compuesta de verdaderos patriotas, una organización que trabaje por la restauración de los derechos fundamentales de cada ciudadano, que tenga como su más alta finalidad la salvación de la patria.

Frente a los utópicos que sueñan en una sociedad sin gobernantes y sin leyes, el “sinarquismo” quiere una sociedad regida por una autoridad legítima, emanada de la libre actividad democrática del pueblo, que verdaderamente garantice el orden social dentro del cual encuentren todos su felicidad; pero no de un modo egoísta, sino procurando que todos alcancen el bien que cada uno desea para sí.

Frente a cada dolor humano, frente a cada mal social, el “sinarquismo” se propone estudiar la forma de suprimirlo y trabajar hasta conseguir este fin.

Ninguna cosa que tenga trascendencia social le será indiferente: el bien común habrá de ser su ocupación constante y su tarea de siempre será trabajar para alcanzarle.

El “Sinarquismo” es un modo de ser y de vivir, un modo de sentir y de obrar frente a los problemas que afectan al interés general. Es una actitud espiritual, generosa, es el ánimo y la voluntad siempre dispuestos a servir a los demás.

El sinarquista no pide nada para sí, debe estar siempre dispuesto a entregarse a toda obra que redunde en beneficio colectivo; a prestar el concurso de sus fuerzas físicas, de su dinero o de su talento para poner remedio inmediato y eficaz a todo aquello que constituya un mal social.

El bien de todos, la felicidad pública, la salvación moral y económica de la Patria, exigen un precio: el sacrificio y el esfuerzo con que debe contribuir cada uno, según sus posibilidades.

El “sinarquismo” es un movimiento positivo, que unifica, construye y engrandece, y por lo tanto, diametralmente opuesto a las doctrinas que sustentan postulados de odio y devastación. El “sinarquismo” proclama el amor a la Patria y se opondrá con todas sus fuerzas a los sistemas que pretenden borrar las fronteras de los pueblos, para convertir al mundo en un inmenso feudo en donde fácilmente imperen los malvados perversos propagandistas inventores de esas teorías. El “sinarquismo” será el más ardiente defensor de la justicia y por consiguiente perseguirá a los que trafican con la miseria humana. El “Sinarquismo” no puede concebir que exista felicidad y progreso en donde no exista libertad, estima que ésta es la más sagrada conquista de la humanidad y luchará incansablemente hasta conseguir que impere en nuestra Patria.

El Comité Organizador sinarquista lanza en este manifiesto un llamado a todos los mexicanos que estén dispuestos a trabajar por el engrandecimiento de México, a todos los que despojándose del egoísmo quieran prestar su cooperación para organizar una nueva sociedad sobre bases de mayor justicia.

Los males que afligen a nuestra Patria no se remediarán con lamentos sino con una actividad bien orientada. El movimiento “Sinarquista” ha puesto como norte en el camino que empieza a recorrer, tres palabras luminosas, que adopta como lema: “Patria, Justicia y Libertad”, León, Junio 12 de 1937. El Comité Organizador. (Documento existente en el Archivo del Comité Regional de la Unión Nacional Sinarquista, que se encuentra en León, Guanajuato).

 

El sinarquismo se convirtió muy pronto en un movimiento social de gran importancia en la región del Bajío mexicano –principalmente en los estados de Guanajuato, Querétaro, Michoacán y Jalisco-, traspasando esa delimitación para convertirse en el principal movimiento de la derecha radical católica contra el gobierno cardenista. La ideología y la vocación social pronto aglutinaron en su seno a más de 500 mil mexicanos que, mediante asambleas, mítines, reuniones públicas, protestas y demandas, pusieron en jaque la estabilidad política y social al término del gobierno de Lázaro Cárdenas, incluso en el sur de los Estados Unidos. La presencia pública de los sinarquistas fue constante y fuerte, tanto así, que los adversarios comunistas, socialistas, cardenistas y revolucionarios vieron en su expresión un peligro para las instituciones y el sistema político mexicano. Del lado de la derecha política, el sinarquismo se convirtió en bandera de demandas católicas, campesinas, obreras y provenientes de la clase media, frente a la injusticia, el desequilibrio, la miseria, la falta de libertades, el anticlericalismo, la educación y las expresiones populares que ocasionaba el actuar de los gobiernos posrevolucionarios.

Los líderes de la Unión Nacional Sinarquista eran un grupo de jóvenes estudiantes de derecho de la ciudad de Guanajuato, los más, a los que se sumaron, reclutados por la organización secreta (llamada La Base u OCA, conformada por miembros distinguidos de la jerarquía eclesiástica católica, así como por un grupo de laicos y jesuitas) que dirigía a la organización, personajes que se convertirían en destacados personajes dentro de la movilización sinarquista, como Salvador Abascal, de Morelia, Michoacán, quizás el más importante dirigente, más otros provenientes de Querétaro y Jalisco, quienes habían participado en organizaciones clandestinas que fueron el germen del sinarquismo, como Las Legiones (1931-1934) y La Base (1934).

En los primeros años de la existencia del sinarquismo, entre 1937 y 1939, el movimiento se expandió como río de pólvora en los estados del Bajío mexicano, mediante el reclutamiento, la expresión de demandas, la organización, las protestas, la prensa y los reclamos contra el orden revolucionario que implantaba el cardenismo, pero mucho más contra la concreción de la aplicación de la reforma agraria, las medidas obreras, el anticlericalismo gubernamental, la implantación de la educación socialista y el control y contención de la libertad de expresión y asociación. La oposición al gobierno federal, a los gobiernos locales y estatales, o a los personajes de la política nacional o de cada entidad, fueron la tónica que ocasionó reacciones de persecución, represión y hostigamiento por parte de las policías locales, los órganos de inteligencia federal y el ejército, que ocasionaron enfrentamientos violentos y sangrientos en varias ciudades y localidades del Bajío.

En vez de menguar la fuerza de crecimiento y presencia del sinarquismo, el movimiento acrecentó sus acciones y, mediante el martirologio, subió cada vez más en importancia y número de adeptos y miembros, sobre todo en los ámbitos campiranos y pueblerinos del Bajío, con presencia en otras latitudes estatales, como en Puebla, Guerrero, Tabasco, Yucatán, Veracruz, San Luis Potosí, Zacatecas, Aguascalientes. El movimiento pasó de ser de base regional a un ámbito nacional durante esos años, gracias a la acción de los líderes y a la presencia dentro de la opinión pública, que divulgaba las acciones persecutorias de que eran objeto los sinarquistas por parte de las autoridades, como represiones, persecuciones, encarcelamientos y muertos y heridos, por oponerse fuerte a las políticas gubernamentales y la ideología oficial revolucionaria, sobre todo, en lo que se refería al catolicismo y los problemas del campo y de las ciudades, que padecían los pobres y desheredados que no habían sido beneficiados por la revolución, la Constitución y los gobiernos posrevolucionarios, principalmente, el gobierno del general Cárdenas.

El movimiento sinarquista fue creciendo como espuma en los últimos años del gobierno de Lázaro Cárdenas, tanto así que se convirtió en una de las principales fuerzas sociopolíticas de la derecha católica que arremetía con una gran oposición al gobierno y lograba movilizar a grandes sectores de la sociedad mexicana, sobre todo, en los estados de la república.

El proceso electoral federal de 1940 evidenció que la fortaleza sinarquista era un peligro para el equilibrio y la correlación de fuerzas políticas y sociales. El candidato oficial del PRM, Manuel Ávila Camacho, junto con su coordinador de campaña, Miguel Alemán, tuvieron que pactar con los sinarquistas, para evitar que éstos votaran y apoyaran al candidato por excelencia de la oposición, Juan Andreu Almazán. Este hecho significativo evidenció la posición de fuerza que el sinarquismo tenía y su capacidad de convocatoria y oposición manifiesta para movilizar a la sociedad. El pacto consistió en que el gobierno de Ávila Camacho, ganando las elecciones, ofrecería una reforma agraria privada, una educación no socialista y libertades de asociación y expresión, en especial con los sinarquistas del Bajío, así como la promesa oficial de la no persecución o represión de las actividades del movimiento, claro, siempre y cuando no pusieran en entredicho la estabilidad y el slogan de la “unidad nacional”.

De 1940 a 1943, la Unión Nacional Sinarquista obtuvo triunfos importantes en su programa de acción, en materia agraria, en la esfera educativa, en la estructura laboral y en el logro de libertades de expresión y asociación, que representaron una presencia inusitada dentro de la política nacional y la sociedad mexicana. Líderes sinarquistas como Salvador Abascal, Manuel Zermeño, José y Alfonso Trueba Olivares, Manuel Torres Bueno, Gildardo González, entre muchos otros en todos los estados del país, se colocaron en la posición de líderes de oposición que negociaban y protestaban, con apoyo multitudinario, en torno a temas de la agenda nacional, de cariz antigubernamental. Los líderes nacionales, por ejemplo, a partir de finales de 1940 tenían audiencias presidenciales o estaban en constante comunicación con el secretario de Gobernación. La popularidad del sinarquismo, en pleno contexto de la guerra mundial, traspasó las fronteras mexicanas a Sudamérica, Centroamérica, el sur de Estados Unidos y España.

Los sinarquistas lograban movilizar a grandes multitudes en rancherías, comunidades, pueblos, ciudades medias y en las grandes capitales de México (D.F., Guadalajara, Morelia, León, Querétaro, Monterrey), demandando acciones gubernamentales pero denunciando atropellos o medidas que afectaban a las clases populares. Los ministros del gobierno, los diputados y senadores, los gobernadores y los presidentes municipales tuvieron que dialogar y negociar con los líderes sinarquistas muchas cuestiones. El mismo presidente de México o su secretario de Gobernación, con frecuencia, se reunían con los sinarquistas para ciertas acciones gubernamentales, educación, reforma agraria, reglas laborales, pero igual para evitar la extensión y fuerza de la expresión de protestas sectoriales y sociales o demandas extendidas ante medidas de política económica o social. La denuncia y la movilización dieron una fuerza social inusitada frente al gobierno.

Las marchas, las movilizaciones multitudinarias, la denuncia en los periódicos, los uniformes, el culto a la disciplina y a los jefes, y el orden en las manifestaciones públicas, ocasionaron que los adversarios sinarquistas definieran al movimiento como una expresión ligada al nazismo alemán, al fascismo italiano y al falangismo español, que ocasionaría que México fuera invadido por las expresiones totalitarias de Europa.

El líder Abascal, jefe nacional de la Unión Nacional Sinarquista desde mediados de 1940, era admirador de los totalitarismos, había impuesto al movimiento esas demostraciones públicas de orden, uniformes, culto a los jefes, rezos, exaltaciones nacionalistas y patrióticas, el culto hispanista y religioso, el martirologio, pero no había una alianza o relación directa o formal con las organizaciones europeas. Sin embargo, el Consejo de la Hispanidad, normado por el Ministerio de Relaciones Exteriores de España, y mediante las consignas de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (FET y JONS), que habían sido fundadas en España por José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma y Julio Ruiz de Alba, y que representaban en México Antonio Sanz-Agero y Augusto Ibáñez Serrano, junto con la Asociación “Amigos de España”, donde figuraban intelectuales mexicanos ligados al sinarquismo, como Alfonso Junco, insistían en la identificación ideológica y social de los sinarquistas, invitando al líder Abascal a acercarse a esas organizaciones franquistas que actuaban en México.

El pensamiento conservador, nacionalista, católico, antiyanqui, hispanista, del sinarquismo, se identificaba plenamente con el estilo y la dirección de Salvador Abascal, sobre todo, entre 1940 y 1943, por lo que las organizaciones franquistas que actuaban en México, por mandatos e interés de las autoridades españolas, invitaban frecuentemente a los sinarquistas a sus actividades, informando a España sobre las razones, alianzas y modos de actuar de la organización, aunque siempre con generalidades y falacias en torno a la actuación, que no se relacionaban, prácticamente en nada, con las intenciones sinarquistas o su origen histórico.

Las inteligencias de Estados Unidos y México, sin embargo, involucraban al sinarquismo con el poderío fascista europeo y sus expresiones en América Latina. Sin embargo, el sinarquismo más bien era un movimiento católico, popular, tradicional, contestatario y conservador, que buscaba el cambio con retorno histórico, es decir, un regreso al siglo XVIII, cuyo orden religioso e hispano representaba el origen de la mexicanidad, el nacionalismo y la causa primigenia de la configuración de la patria. El origen y razón de ser del movimiento sinarquista se encontraba dentro del catolicismo mexicano, así como en la identificación con los pobres del campo y de las ciudades, con una fuerte identidad religiosa católica.

La fuerza sinarquista de esos años, sin embargo, se identificaba con la llamada “unidad nacional”, que el gobierno nacional propugnaba frente al exterior en guerra. Los sinarquistas sirvieron en el consenso social y la estabilidad política de México en ese momento, para contener la inestabilidad social en el campo, en las ciudades medias, en el mundo laboral y en las oposiciones de las clases medias de las ciudades, por medio de un entramado ideológico que se basaba en la religión católica guadalupana, en el hispanismo como origen de la patria y la nación, en el retorno a un pasado conservador y ordenado con la dirección del Estado y la Iglesia. La democracia cristiana fue defendida y sostenida por los sinarquistas, rescatando la vocación social, espiritual e intelectual de la sociedad mexicana tradicional, frente al modernismo desordenado y civilizatorio que propugnaba el gobierno mexicano.

Sin contar con los admiradores y adeptos, el sinarquismo llegó a contar con más de 600 mil militantes en 1943, cifra que creció en 100 mil durante tres años, desde 1940, repartidos la mayoría en los estados del Bajío mexicano, pero con ramificaciones en todos los estados del país. La propaganda, la manifestación pública, los mítines y las protestas pulularon en toda la nación, frente al gobierno, los gobernantes, los líderes oficiales y las autoridades. La popularidad sinarquista asustaba a los adversarios y ponía en alerta a las autoridades.

Fue así como el gobierno avilacamachista diseñó una estrategia para combatir el oposicionismo sinarquista y derribar la fuerza movilizadora. El secretario de Gobernación, Miguel Alemán, fue el actor por excelencia de la estrategia combativa, mediante la creación de conflictos en el seno de la organización sinarquista, el rompimiento entre la UNS y la jerarquía eclesiástica católica, el ahorcamiento de sus financiamientos, obstáculos oficiales para la publicación de los periódicos El Sinarquista y de Orden, y la persecución de sus líderes municipales, estatales y nacionales.

El líder más radical, Salvador Abascal, fue coartado en sus proyectos y expresiones, mediante una táctica concertada, casi un complot, que ahorcó la expansión sinarquista en Baja California y la realización de proyectos autonómicos que fortalecían a la organización y su fuerza en el ámbito de lo político.

Abascal, en el transcurso de 1941, realizó e implementó el proyecto de colonización sinarquista de una zona alejada 320 kilómetros de La Paz, llamada Santo Domingo, para fundar un pueblo que diera sentido al proyecto de orden y acción del sinarquismo, con el apoyo de La Base y del gobierno federal. 400 sinarquistas partieron a la colonización en diciembre de 1941, junto con Abascal, para la fundación de un pueblo con modelo sinarquista, en una zona no habitada y que daría sentido a la “unidad nacional” en un territorio carente de población, que por entonces gobernaba Francisco J. Múgica. La llamada expedición de María Auxiliadora, sin embargo, representó la partida de Abascal de la dirección de la UNS y la emergencia de los líderes moderados y negociadores del sinarquismo, como Manuel Torres Bueno, Gildardo González, José Ignacio Padilla, entre otros, que aprovecharon para marcar otras directrices para la organización, en una clara acción concertada con los miembros ocultos de La Base y con la mano bienhechora de las autoridades federales, que parecieron aliados en el combate al radicalismo que había caracterizado a la Unión Nacional Sinarquista, que no menguaba a pesar de los pactos y las negociaciones, sobre todo, con el secretario de Gobernación, Miguel Alemán.

El germen de los conflictos internos en la UNS se dio a partir de la experiencia sinarquista en Baja California, pues el fracaso de la colonización ocasionó severos problemas entre los líderes moderados y Abascal, entre éste y los miembros de La Base y entre él mismo y las autoridades federales y territoriales. La ausencia de Abascal, además, ocasionó severos problemas económicos e ideológicos que se manifestaron desde finales de 1943, cuando ya la UNS se tambaleaba en torno a sus postulados radicales o moderados y en sus relaciones con la Iglesia católica y el gobierno. Todo pareció ser una estrategia gubernamental para neutralizar el radicalismo oposicionista que Abascal le había impuesto al movimiento entre 1940 y 1942.

El movimiento sinarquista se definía a sí mismo como un movimiento social sin pretensiones del logro del poder o de la obtención de éste con la violencia o la participación electoral. Esta definición sirvió para atacar la estabilidad de la organización y su presencia pública. El sinarquismo era contradictorio en sus fines, quería el poder político pero lo negaba, había obtenido posiciones de poder en los municipios, pero lo ocultaba, buscaba la penetración en organismos, instituciones y espacios burocráticos, pero mentía. Bajo esta esfera, el aparato gubernamental actuó ante el peligro inminente de que el sinarquismo “contaminara” el espacio de la política nacional o regional.

Fue en ese momento, mediados de 1944, cuando los líderes sinarquistas se dividieron entre sí, unos se propugnaron por la lucha social y espiritual, razón de ser de la UNS desde su nacimiento, apoyados por un grupo de la jerarquía eclesiástica que imponía rumbos desde la organización llamada La Base u OCA, y que no querían que el sinarquismo se convirtiera en partido político y buscara puestos de representación o de autoridad gubernamental. Otros se radicalizaron, como los abascalistas, que eran a final de cuentas una minoría, en configurar y ampliar una organización central con filiales sectoriales, que siguiera luchando por mejorar las condiciones sociales del pueblo mexicano, mediante acciones que conllevaran a que el gobierno cumpliera con sus demandas en educación, salud, vivienda, reforma agraria y libertad de expresión, de asociación y religiosa. Otros más definieron y expresaron la necesidad de que el sinarquismo pasara a formarse como un partido político que, basado en la Doctrina Social de la Iglesia Católica y la democracia cristiana, combatiera desde la sociedad por el poder político y, así, transformar la vida nacional paulatinamente.

La opción política prevaleció enarbolada por líderes como Manuel Torres Bueno, y Gildardo González, que incluso crearon entonces al Partido Fuerza Popular, anexo a la UNS, para ligar a la sociedad con la política, respetando la ideología sinarquista. Ambos líderes, enfrentados con La Base y con Salvador Abascal, llevaron al sinarquismo al tránsito de la lucha política y, con apoyo de los militantes, hicieron que la UNS participara abiertamente en la política nacional, aunque con el menor apoyo de las fuerzas sinarquistas originales.

Cruzado el umbral de la lucha política el sinarquismo se convirtió en un movimiento mucho más peligroso para el status quo gubernamental, sobre todo, desde el proceso electoral federal de 1946, donde obtuvo, incluso, puestos de representación en el Congreso nacional y puestos clave en las representaciones estatales o en presidencias municipales.

La fuerza popular y pública de los sinarquistas, derribada entre 1943 y 1945, se recuperó en el transcurso de 1946. La UNS y el PFP fueron de la mano entonces, rescatando la movilización pública de protesta y la expresión de las demandas de campesinos, obreros y clases medias en todo el país, aunque ya sin el radicalismo que había caracterizado al movimiento histórico entre 1937 y 1943.

De todas formas, el gobierno del presidente Miguel Alemán, fiel conocedor de las debilidades sinarquistas, procedió a desarticular y perseguir al movimiento social y político. Las manifestaciones fueron reprimidas, los líderes fueron perseguidos, encarcelados unos, cooptados otros. El líder nacional de la UNS desde 1947, Luis Martínez Narezo, que fue impulsor y líder de la organización sinarquista en San Luis Potosí desde el periodo del liderazgo de Abascal, imprimió de nueva cuenta el radicalismo como estrategia de acción política y social, por lo que se convirtió en peligroso para el aparato gubernamental. De hecho, concilió con Abascal y Torres Bueno, para que se reincorporaran al movimiento. Los ataques al liberalismo, a la revolución, a los gobernantes, a las políticas públicas, evidenciaron que el sinarquismo vivía un segundo aire que iba en contra de la estabilidad política y social que enarbolaba el alemanismo en el poder, por lo que la respuesta oficial fue la cooptación, la persecución, la represión y el control.

La pérdida del registro del PFP y la desarticulación de la organización sinarquista, entre 1948 y 1952, representó la muerte del movimiento y la desbandada de líderes y militantes. Sin bases de apoyo y sin presencia pública el sinarquismo experimentaba los estertores de la muerte, pero la UNS continuaba funcionando, unas veces en la clandestinidad, otras rememorando los tiempos de auge, y otras más como una organización gestora de las demandas  sociales.

 

 

noviembre 21, 2021

¿Qué es novela histórica?

 

Antes de la pandemia era miembro de un grupo de novela histórica en el cara libro (Facebook). Tenía seguidores en todo el planeta. Libros y libros, autores y autores, se reseñaban en el grupo todos los días. La interacción era cotidiana, llegó a ser poco enriquecedora la información. Los administradores eran muy autoritarios y censuraban las polémicas que se daban, o aquellas discusiones sobre consideraciones o diferencias entre los usuarios. Todos los días se reseñaban libros y libros sobre novela histórica enfocada a diversos periodos o acontecimientos históricos, sobre todo españoles o europeos, pocos latinoamericanos. Los mismos lectores o los autores o las editoriales participaban activamente en reseñar los libros aparecidos. Gran parte de seguidores interactuaban para que se les reseñaran las obras y así tener un criterio de compra, buena cantidad se notaba que ni leía, pero la interacción daba idea de la producción de novela histórica, sus autores, sus temas, sus periodos. Las obras relacionadas con la antigua Grecia o Roma o los egipcios, junto a la Edad Media abundaban, algunas más sobre el siglo XIX, o sobre las guerras mundiales del siglo XX. Los autores ingleses se llevaban las palmas como los mejores escritores en el género, seguidos por los españoles, uno que otro italiano o algún francés o alemán, pocos, muy pocos, provenientes de México, Argentina, Brasil, Colombia, Cuba o Estados Unidos. Las editoriales españolas se llevaban las palmas de las reseñas y la publicidad de portadas y autores laureados por todos sitios. Los lectores entusiastas enloquecían ante varias obras, otros evidenciaban su falta de conocimiento y de lectura real, los más. Que de qué se trata, que la trama de los personajes, que si era cierto el contexto histórico, que las fuentes, que los periodos históricos, que si esto era así o no, que las ficciones no eran verídicas, que si era historia o literatura, que si era ficción o realidad, etcétera.

Todo lo anterior reflejaba el interés acerca de lo que se llama como novela histórica, que finalmente es una producción que hilvana la ficción con la realidad de un periodo o espacio de la historia, con personajes reales o ficticios. La ambientación histórica es el marco donde actúan los personajes inventados o reales. La historia novelada, como muchos la definen, son piezas de lectura o visuales que recrean o inventan, que pueden o no ser fidedignas. La escritura casi siempre es amena con situaciones narrativas interesantes y curiosas o impactantes. La recurrencia a la muerte, la sangre, el asesinato, la guerra, la expedición, el amor, la infidelidad, la deslealtad o la traición, la lucha de poder, la fealdad o la belleza, representan elementos narrativos que refieren a una vida cotidiana, a una mentalidad o a una forma de ser de los personajes que tejen la historia del lado más ligado al momento histórico de un lugar o país o un conjunto de países, o a un hecho histórico efervescente y complejo donde se insertan los personajes o las situaciones.

La novela histórica cuenta y narra la historia con un claro sesgo ficticio, nada confiable para saber acerca de un hecho o acontecimiento histórico o los rasgos de un personaje de la historia, pero entretenida para el lector o el que ve una película o serie o producción electrónica o digital. El enfoque de la novela puede ser de aventuras, guerras, misterios, fantasías, policiaca, ambientalista, vida cotidiana, religión, y un sin fin de temas que hilvanan lo histórico con lo ficticio. Es un género válido y muy popular, sin duda, utilizado recurrentemente por la literatura desde hace siglos. Muchas veces confundido con la crónica o la autobiografía o incluso la biografía, el género literario de la novela histórica también ha servido para brindar conocimientos sobre determinado periodo histórico o el actuar de ciertos personajes históricos cuyas vidas son recreadas para el conocimiento del común lector. La novela histórica es literatura, no historiografía. Es un género de divulgación del pasado, para nada vinculado con la historiografía profesional o científica, que demasiados confunden o intentan entremezclar.

En México, la novela histórica ha sido muy popular, sobre todo desde el siglo XIX. Grandes escritores han cultivado este género literario. A inicios del siglo XXI, la editorial Planeta y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México publicaron una vasta colección titulada “Grandes novelas de la historia mexicana”, siguiendo aquellas colecciones que se hicieron para los casos de España o Argentina. La selección estuvo a cargo de importantes historiadores de la literatura y se publicaron más de cien libros, abarcando el género de los siglos XIX y XX. Sería imposible mencionar títulos y autores de esta colección, mucho más de aquella que a lo largo del tiempo se ha publicado hasta la actualidad. La novela histórica es un género amplísimo, hasta varios académicos han pugnado porque el aprendizaje de la historia mexicana debería basarse en esta producción literaria, porque además esto estimularía o fomentaría la lectura de la población. Esta propuesta, lamentablemente, es errónea porque el tema de la ficción para nada estaría coincidiendo con los parámetros de enseñanza y aprendizaje de la historia en el ámbito académico. En lo que si influye la novela histórica es, sin duda, en el fomento y estímulo de la lectura entre la población interesada en personajes, periodos o acontecimientos de importancia.

La novela histórica goza de gran popularidad en la población lectora, porque causa interés desentrañar historias y entuertos, entresijos y curiosidades, misterios o hechos de sangre y muerte, amoríos y espionajes o, también, descubrir oscuridades en el curso de los acontecimientos. El género da para la curiosidad y la resolución de grandes misterios o curiosidades. La narración ágil al contar la historia es otra gran cualidad.

Los grandes autores de la novela histórica en México son innumerables. Eligio Ancona, Victoriano Salado Álvarez, Juan Díaz Covarrubias, Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto, Rafael Zayas Enríquez, José María Heredia, Justo Sierra, Vicente Riva Palacio, Heriberto Frías, Juan A. Mateos, etcétera, para el siglo XIX; Artemio de Valle Arizpe, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela, José Fuentes Mares, Rafael F. Muñoz, Jorge Ibargüengoitia, Luis Spota, Mauricio Magdaleno, Carlos Fuentes, Rosa Beltrán, Fernando del Paso, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, José Manuel Villalpando, Francisco Martín Moreno, Enrique Serna, entre muchísimos más, para el siglo XX. La lista sería interminable por supuesto, lo que refiere, sin duda, a la gran producción en torno a la novela histórica en México.

Ya en 2004, se reflexionaba sobre la novela histórica en México. Había que deslindar varias cuestiones: “Las coincidencias y las divergencias entre la historia y la novela histórica remiten a un problema de perspectivas, cuya determinación constituye otro problema que a veces se vuelve ineludible para los historiadores y los especialistas de la literatura. Es obvio que un lector no profesional de novelas raramente haría una distinción escrita entre los géneros, ¿qué más da que el novelista visite archivos para documentar temas en los que inserta sus ficciones si lo que en verdad cuenta es su capacidad para recrear los dramas humanos independientemente del tiempo y el lugar en que ocurran?”. (Conrado Hernández López, “Presentación. De la historia y la novela histórica a las perspectivas de análisis”, en … Historia y novela histórica, México, El Colegio de Michoacán, 2004, p. 13).

La confrontación entre realidad y ficción parece ser la diferencia tajante entre historia y novela histórica. Sin embargo, parece ser que desde siempre se han compenetrado e influido para determinados periodos de la historia o ciertos personajes históricos de raigambre e importancia para una comunidad. Sin embargo, los lectores son los que han tenido la última palabra en cuanto a la verdad o la ficción de los hechos. Es ahí donde reside, sin duda, la diferenciación, en la evaluación pública de ciertos acontecimientos. En esta materia, sin duda, influye la capacidad que tiene la divulgación histórica en cuanto a la atracción de la curiosidad y el interés de la lectura del pasado.

Ambas formas de contar la historia del pasado se complementan y mezclan, tanto en la hechura como en la lectura. Finalmente, de lo que se trata es el conocimiento del pasado.

 

 

noviembre 19, 2021

Hombres fuertes de la posrevolución mexicana. Historiografía y relaciones centro-región

 

El estudio y análisis del poder local y regional en México ha tenido un desarrollo historiográfico considerable desde el decenio de los setentas. La historiografía dedicada a este tema permitió entender el proceso de comportamiento histórico del poderío local y regional, sobre todo, para la historia de la revolución y posrevolución mexicanas, 1910 a 1940. Tanto historiadores mexicanos, como extranjeros, se interesaron en desentrañar el proceso de dispersión del poder que se dio en la revolución armada, pero también en el proceso de reconstrucción de la centralización política del nuevo régimen surgido de la revolución, durante el periodo llamado de la posrevolución, 1917-1940. Interés de historiadores, sociólogos y antropólogos, principalmente, la historiografía sobre los poderes locales y regionales realizó importantes aportaciones para el entendimiento de este fenómeno político y social, que se convirtió en pieza clave para entender la transición de un régimen político revolucionario a un régimen posrevolucionario y de reconstrucción, que favoreció la emergencia de un nuevo sistema político moderno hacia finales de la década de los treinta.

Algo muy importante de señalar es que cuando se habla de poderes locales y regionales se hace referencia a un conjunto de individuos, cuya acción social y política se establece a partir de ciertas bases sociales que interactúan entre sí para el dominio autonómico, autogestivo e independiente en un espacio determinado, pero que su mediación en las relaciones con el exterior los convierte también en intermediarios de sus redes sociales con las redes políticas exteriores. Los detentadores del poder local y regional, por regla general, son individuos con bases sociales de poder que tienen recursos militares, políticos, económicos y cuya popularidad se refiere al manejo de la identidad de su dominio territorial. Además, son individuos que cuentan con una camarilla de apoyo y logran el intermediarismo político con el exterior, para reforzar su acción dominante en un espacio determinado. Son actores fundamentales de la historia local y regional porque logran incidir a través de un liderazgo endógeno y exógeno, logrando mantener el poder político pero también el poder social y, en algunos casos, el poder económico y el control cultural. Sus mediaciones se dan tanto en el interior como con el exterior.

Hombres fuertes, caciques, caudillos, líderes, son las denominaciones más comunes. Su sentido premoderno se expresó durante el siglo XIX. Durante la eclosión de la revolución, la dispersión de poder ocasionó el surgimiento de estas figuras, que controlaron territorios regionales y fueron el medio de expresión de los regionalismos. Es por esto que es indispensable analizar la revolución mexicana, en su etapa de la lucha armada (1910-1917), porque esto permite el entendimiento de su surgimiento y acción pública en el proceso de la posrevolución (1917-1940), y su transformación a partir de la creación del sistema político moderno que se estableció a finales del decenio de los treintas. La dispersión de poder ocasionó que estos individuos se convirtieran en los actores sociales y políticos más importantes de la lucha armada, fue en el momento en que contaron con el control de las bases sociales de poder, y donde sus proyectos o programas de orden social los colocó en la cúspide de la acción y el dominio.

Estos individuos emergieron ante el vacío del poder central y la debilidad de un Estado. El cacique emergió como representante de las clases populares y sus demandas, para acumular poder y riquezas; mientras que el caudillo emergió mediante el control del poderío social y militar, enarbolando su dominio en un territorio, su capacidad de mantenimiento fue más fuerte en el caso del cacique. Los hombres fuertes que emergieron en la revolución eran fuertes porque combinaron las características de los caciques y los caudillos, además añadiendo el control territorial, social y político, con un proyecto autonómico y autogestivo, y, además, con capacidad de negociación con el exterior, estableciendo sus bases de intermediación. Otros más se convirtieron en líderes regionales con bases sociales de poder y con alianzas con órganos gubernamentales locales, estatales y nacionales, con un proyecto de orden que enarbolaban movimientos sociales concretos pero con impacto en el tiempo.

El carisma y la habilidad de mediación fueron importantes como elementos característicos de los hombres fuertes, los caciques, los caudillos y los líderes, que les permitió mantenerse en la palestra del poder político por mucho tiempo, prácticamente hasta que se logró el proceso de institucionalización y centralización del régimen surgido de la revolución. Su habilidad de negociación les permitió, prácticamente a todos esos personajes, configurar su permanencia en el poder, porque a través de esta habilidad mediaban e intermediaban demandas populares, recursos económicos, acciones políticas y capacidades regionalistas. Se convirtieron en intocables, sobre todo, a inicios del decenio de los veintes. Luego su permanencia fue fundamental en los procesos de centralización política que establecieron los sucesivos gobiernos nacionales, principalmente entre 1924 y 1935.

La fragmentación política fue el caldo de cultivo de la presencia de hombres fuertes, caciques, caudillos y líderes, que detentaron el poder local y regional ejerciendo su papel de intermediarios (broker en ciertas teorías antropológicas) con el centro político nacional. Esta cualidad, sobre todo de los caciques, les dio la posibilidad de defender, mediante un proyecto de orden social, una autonomía regionalista frente a la federalización y centralización del poder político, encarnado sobre todo en la figura presidencial. Los caudillos, en cambio, fueron perdiendo fuerza ante la profesionalización del ejército o el control de las autoridades con respecto a las bases, guerrillas y grupos militares, que impedían la emergencia de rebeliones e insurrecciones. Pocos caudillos quedaron a finales de los treinta, aunque la figura de cacique continuó modificándose y modernizándose más allá de 1940, tendiendo más hacia su participación como figuras de intermediación burocrática o política. La categoría de hombre fuerte, la más amplia y que incluye más elementos de análisis, es, ni duda cabe, una combinación de las categorías de líder, caudillo y cacique, y fue la que aplicó a liderazgos y gobernadores locales y regionales, con mayor precisión, en la historia de la posrevolución mexicana.

La revolución, el proceso de la lucha armada, desató un proceso de dispersión del poder nacional, que se expresó a través de la misma dispersión y la heterogeneidad de los poderes locales y regionales. La presencia de las fuerzas centrífugas y regionalistas fue una característica de la lucha armada, que conllevaría a una lucha entre el centro y las regiones durante la posrevolución. Este proceso surgió a partir de 1917 y se expresó con mayor fuerza durante los decenios de los veintes y treintas. La emergencia de un nuevo régimen político, basado en la Constitución de 1917, condujo a un proceso de construcción de un centro político nacional, mediante mecanismos centrípetos, que entró en conflicto con la presencia del centrifugismo y dispersión del poder regionalista. Los poderes locales y regionales entraron en conflicto con el centro nacional, representado por la figura presidencial del poder ejecutivo, pero también con los poderes legislativo y judicial, por la fuerza inaudita que adquirieron los hombres fuertes, los caciques, los caudillos y los líderes regionales, que encabezaron a los poderes locales y regionales haciendo contrapeso o aliándose con el centro del régimen.

Después de la promulgación de la Constitución de 1917, Venustiano Carranza se convirtió en presidente constitucional de la república, después de un proceso electoral que le dio legitimidad y cohesión ante las fuerzas políticas emergidas en el proceso de la lucha armada. La implementación de la Constitución, como base de un proyecto nacional, en los órdenes sociales, económicos, políticos y culturales, requirió de una presidencia fuerte que neutralizara a las fuerzas políticas y sociales centrífugas y regionalistas en todo el país. Las insurrecciones y conflictos militares, las movilizaciones sociales, la oposición política, las resistencias contrarrevolucionarias, los cacicazgos arraigados, los caudillismos militares y políticos, el fenómeno del bandolerismo social y militar, las protestas obreras y campesinas, la presencia y acción de los hombres fuertes, representaron la existencia de la efervescencia que todavía desataba la revolución. El control político de los constitucionalistas, triunfadores de la revolución, implicaba la necesidad primordial y prioritaria de la presidencia de Carranza, sobre todo, en la esfera política y en la arena militar.

El presidente Carranza, sin embargo, no logró contener los antagonismos, la lucha política de los caudillos, caciques y líderes surgidos en el proceso de la revolución, mucho menos neutralizar las rebeliones y oposiciones regionalistas que se expresaron entre 1917 y 1920. El presidente, por añadidura, no había logrado dominar al ejército, comandado por militares con raigambre regional, mucho menos, había logrado establecer alianzas estratégicas con los hombres fuertes regionales. La sucesión presidencial de 1920 inquietó a los políticos de la época, sobre todo a caudillos, como Álvaro Obregón, quien deseaba convertirse en presidente, apoyado por una multitud de fuerzas políticas constitucionalistas del país, principalmente de Sonora. Carranza eligió a un desconocido, Ignacio Bonillas, para sucederlo, ocasionando la oposición del Partido Liberal Constitucionalista y de los obregonistas. La ruptura sobrevino.

A inicios de 1920, el presidente intentó consolidar su presencia en Sonora, escenario de los opositores obregonistas, mediante el envío de fuerzas militares oficiales. Lo que consiguió fue una reacción regionalista a su intervención. En abril se dio a conocer el Plan de Agua Prieta, que acusó al gobierno nacional de violar la soberanía de los estados, coincidiendo con demandas de otros gobernadores, jefes militares y líderes regionales de otros estados, opuestos al presidente. Buena parte del ejército y de los gobernadores se identificaron con esa demanda, lo que permitió la identificación con Álvaro Obregón como el líder fundamental de la rebelión contra un gobierno que no había logrado establecer un centro nacional fuerte y vigoroso, como para oponerse a los localismos y regionalismos, mediante mecanismos políticos, la alianza, el control o el dominio militar. Agua Prieta conllevó al asesinato del presidente en su huida de la ciudad de México, en Tlaxcalatongo, Puebla, en el mes de mayo.

Álvaro Obregón no contaba con un control político absoluto. Sin embargo, los obregonistas tuvieron la habilidad de celebrar acuerdos y alianzas con los grupos regionales poderosos, principalmente, pero igual con jefes militares que mantenían el control de ciertos espacios locales y estatales. Los caudillos regionales y los gobernadores, de distinta tendencia política o ideológica, fueron incorporados al obregonismo, mediante alianzas estratégicas y mecanismos de intermediación de demandas e implantación de proyectos.

Después de la presidencia interina de Adolfo de la Huerta, Obregón emergió como un líder político habilidoso, mediador, tolerante y estimulante para los poderes locales y regionales, reconociendo las autonomías de hombres fuertes, caciques, caudillos y líderes, pero también de jefes militares y líderes de organizaciones sociales que actuaban en las regiones. Para Obregón era más importante construir un centro político poderoso y dominante, que permitiera mantener una estabilidad política nacional sin rebeliones, insurrecciones y oposiciones que trastornaran las acciones gubernamentales que favorecieran la acción de un nuevo Estado más vigoroso y fuerte. Obregón fue un caudillo militar, pero igual un hábil político, al construir ciertos mecanismos de poder, basados en la alianza y el acuerdo, la negociación y la intermediación, como bases para fortalecer su presencia y acción como presidente, dando un equilibrio de fuerzas donde la tolerancia a las autonomías y presencias regionales favoreciera la unidad nacional y, obvio, el incremento del dominio del centro del Estado, la figura presidencial.

La política obregonista, evidentemente, fue la creadora de un equilibrio regionalista, más que centralista, aunque en el fondo sus mecanismos llevarían a incrementar la estabilidad y, por ende, el control indispensable para evitar rupturas o desequilibrios en la acción gubernamental. El respeto a las autonomías y a la autogestión, sin embargo, condujo, de inmediato, al incremento de la fortaleza de los poderes locales y regionales, sobre todo, a través de la figura de los hombres fuertes, los caciques, los caudillos y los líderes, que eran, usualmente, gobernadores, presidentes municipales o intermediarios sociales con las autoridades. El caso de los gobernadores demostró que Obregón no deseaba una centralización profunda del Estado.

La fractura de la triada sonorense en 1923 e inicios de 1924, por el tema de la sucesión presidencial, ocasionó la rebelión delahuertista. 60% del ejército abandonó al gobierno federal por irse a la rebelión. Sin embargo, el apoyo de los poderes locales, principalmente de Adalberto Tejeda (Veracruz), Abundio Gómez (Estado de México), Tomás Garrido Canabal (Tabasco), Carlos Vidal (Chiapas), Saturnino Cedillo (San Luis Potosí), entre otros, impidió con mucho el éxito de la rebelión delahuertista, muy a pesar de que varios poderosos militares o caudillos estuvieron apoyando la revuelta, como Guadalupe Sánchez en Veracruz, Enrique Estrada en Jalisco, Fortunato Maycotte en Puebla o Rómulo Figueroa en Guerrero, que habían traicionado a la política central.

Para 1924, el centro del Estado posrevolucionario era mucho más fuerte que en 1920, gracias a la habilidad del presidente en el manejo de los poderes locales y regionales. La muestra fue el éxito oficial contra la rebelión delahuertista. Además, resultó efectivo el mecanismo de apoyo a las organizaciones nacionales campesinas y obreras, que incrementaron su presencia como sostenes del centro del Estado. Este capital político fue aprovechado por el nuevo presidente de la república, Plutarco Elías Calles, miembro de la triada sonorense vencedora de la revolución, para fortalecer el proceso de centralización y concentración del Estado, frente a los poderes locales y regionales, aunque tuvo que sortear, evidentemente, los caminos de las alianzas y establecer nuevos mecanismos de control, cooptación, negociación y equilibrio, para mantener la estabilidad, que además se vio alterada, indiscutiblemente, por la revolución cristera que a partir de 1926 llevó a una guerra entre el Estado y la Iglesia. El apoyo de los poderes locales implicó una necesidad en ese momento.

El presidente Calles, en un primer momento, modificó el panorama de apoyos y tolerancia a los gobernadores, caciques y caudillos regionales, interviniendo directamente en los estados. Durante la presidencia depuso a 25 gobernadores, conservando sólo aquellos afectos al centro y que no representaban un peligro para la estabilidad política y militar. Algunos sobrevivieron, como los poderosos Emilio Portes Gil en Tamaulipas, Saturnino Cedillo y Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí, Tomás Garrido Canabal en Tabasco, Carlos Vidal en Chiapas, o Abundio Gómez en el Estado de México. Otros surgieron como poderosos caudillos regionales y caciques, Ignacio Mendoza en Tlaxcala, Saturnino Osornio en Querétaro, José Iturralde en Yucatán, Carlos Riva Palacio en el estado de México.

La sucesión presidencial de 1928 necesitó de la presencia de Álvaro Obregón, como caudillo aglutinador del poder nacional. La fortaleza del centro por sobre las regiones implicaba recuperar la estabilidad política y la paz social, frente a los efectos que estaba produciendo la revuelta cristera y la rebelión militar de Arnulfo R. Gómez y Francisco R. Serrano. La figura central, nuevamente, fue el caudillo. Sin embargo, dos semanas después de celebradas las elecciones, el caudillo fue asesinado a manos de un fanático religioso, José de León Toral, derrumbando de tajo el poderío sonorense, además de llevar al traste el proceso de reconstrucción nacional posrevolucionario. Antes de que se resquebrajaran los logros del proceso de centralización política, encarnado en la figura presidencial, el presidente Calles optó por el apoyo de los grandes caudillos, caciques y líderes regionales, para mantener la estabilidad política del centro del régimen político, así como buscar una alternativa que permitiera el surgimiento, en la práctica, de la institucionalización como palestra de la centralización de la vida política mexicana.

Sin embargo, Calles se convertiría en el forjador de la institucionalidad, siendo él mismo el hombre fuerte representante de la centralidad del régimen posrevolucionario. Con esto se dio inicio entonces al periodo llamado del “maximato”, donde la figura central estaría dominada por Calles, con el apoyo indiscutible de los hombres fuertes regionales, tanto de factura caciquil y caudillesca, como militar y popular. Hacia finales de 1928, por añadidura, el mismo Calles fomentó que la unidad de los revolucionarios y la consolidación de la centralidad del Estado, dependiera de la fundación de un gran partido nacional, en el que coincidieran todas las organizaciones políticas y sociales del país, y que fuera el centro político partidista que aglutinara en su seno la batalla por la institucionalidad de la vida política mexicana. Esto daba cierta modernidad política al régimen.

La negociación de obregonistas y callistas a inicios de 1929, tanto con los gobernadores, como con las organizaciones políticas y sociales de carácter local y regional, en el mes de marzo favoreció el establecimiento del Partido Nacional Revolucionario (PNR), una agrupación nacional que representaba una gran alianza de partidos revolucionarios comprometidos con el ideal de la unidad nacional, pero también con aquel que tenía que ver con la autonomía regional.

Lázaro Cárdenas se convirtió en presidente y de inmediato reprodujo su proyecto regional desde la primera magistratura. La política de masas fue la palestra desde la cual se centralizaría e institucionalizaría el poder. Lo primero fue crear organizaciones de masas desde arriba, con intenciones nacionales y centrales, corporativizar a las masas populares para utilizarlas como bases sociales de poder. Esta labor progresista ocasionó problemas con el “Jefe Máximo”, lo que ocasionó un rompimiento entre el presidente y el callismo en 1935. El reinado de Plutarco Elías Calles llegó a su fin, y con esto se cerró la presencia de varios caudillos, caciques y líderes locales y regionales que lo apoyaban, como Tomás Garrido Canabal, Melchor Ortega, Agustín Arroyo Chávez, Joaquín Amaro, Saturnino Osornio, Filiberto Gómez, entre otros, que tuvieron que exiliarse del país.

La centralización del régimen posrevolucionario fue una prioridad para el presidente Cárdenas. Esto coadyuvó a la institucionalización de la estructura política nacional, pero antes que nada a la desaparición de los hombres fuertes regionales, fueran caudillos o caciques.

El cardenismo logró, en definitiva, la consolidación del poder central del régimen posrevolucionario mexicano, dando paso a otra modernización del sistema político mexicano. A Cárdenas se le debió el derribamiento definitivo de la dispersión de poder que se ocasionó en la lucha armada, así como el paso a un Estado posrevolucionario centralizado y concentrado, donde destacaba, ni duda cabe, el presidencialismo como centro fundamental de la estructura política. Los poderes locales y regionales cedieron al intervencionismo y penetración del centro político del nuevo régimen, creando otro tipo de intermediarios en las instancias burocráticas, institucionales y organizacionales que, desde 1940, dieron paso a  otro tipo de relaciones entre el centro y las regiones.

 

 

 

noviembre 14, 2021

Revolución mexicana y revisionismo histórico

 

Someter a revisión el pasado es una práctica del presente. Esta sentencia es válida para ciertas interpretaciones o prácticas, pero también para las doctrinas ideológicas o las corrientes historiográficas. Revisar con otra mirada, con otro enfoque, con otras fuentes, representa avanzar fuera de la ideología o de los testimonios de participantes o actores que dejaron huella de sus vivencias o experiencias. También la revisión implica balance y evaluación desde otro enfoque o perspectiva, que favorezca una interpretación novedosa y global y multidisciplinaria de la historia. El revisionismo historiográfico ha cumplido su papel de evaluación y de diagnóstico, pero ha ido más allá al interpretar y avanzar en el conocimiento de un hecho del pasado, cuya permanencia o continuidad ha marcado al proceso de la historia.

En México, el revisionismo historiográfico emergió en la década de los sesenta del siglo XX, de la mano del cincuentenario de la revolución mexicana y de la renovación de los estudios históricos y su carga metodológica y teórica. Los escritos testimoniales u oficialistas dieron de sí entonces, aunque se resistieron a morir, por lo que pasaron de moda y fueron superados por estudios y publicaciones provenientes de la academia, tanto de México como provenientes del extranjero.

Era indispensable mirar a la revolución mexicana desde otro enfoque de análisis, como un proceso multivariado, heterogéneo, diverso, plural, global al mismo tiempo, que marcó el destino del siglo XX. Las historias de los protagonistas y actores había quedado atrás con sus justificaciones y legitimaciones de los hechos y personajes. Fueron útiles en su momento para afianzar al Estado revolucionario desde el punto de vista ideológico y legitimador, pero su momento historiográfico pasó a finales de los sesenta.

La revolución mexicana y su diversidad fue mostrada entonces como un cúmulo de historias y pasados y escenarios y actores históricos. La historiografía revisionista dio paso a estudios monográficos abocados a movimientos sociales, ideologías, políticas gubernamentales, sistemas intelectuales, personajes indiscutibles, la mediación de las relaciones centro-región, la cultura y la educación, los procesos electorales, los actores campesinos, los actores obreros, las coyunturas económicas, el sistema de propiedad, el mundo de la religión católica, el anticlericalismo, los empresarios, los caudillos, los caciques, los líderes sindicales, la estructura agraria y su reforma, los partidos políticos, la Constitución, las relaciones internacionales. La reinterpretación global de las causas, desarrollo y consecuencias de la revolución mexicana también fue una parte indiscutible del revisionismo histórico. La síntesis de la totalidad representó un gran empuje de la historiografía entre finales de los sesenta y finales de los noventa del siglo anterior. El auge de la historiografía revolucionaria se concentró en las interpretaciones totales, pero también y fundamentalmente, en las interpretaciones regionalistas.

La revolución representó un objeto de estudio muy atractivo para estudiosos de México y el extranjero (principalmente de Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda, Estados Unidos). Los muchos Méxicos de la revolución surgieron como un mosaico plural y heterogéneo de muchas revoluciones que emergieron y se expresaron en una diversidad local y regional, pero también temática en la sociedad, la economía, la política, la cultura, el territorio, el medio ambiente. La revolución no fue más un objeto de estudio concentrado en descripción de acontecimientos y batallas, hechos de guerra o personajes significativos (militares, políticos o héroes). Las coyunturas y las estructuras se enlazaron en el análisis de los acontecimientos revolucionarios, desde una perspectiva inclusiva de vinculaciones e interrelaciones que actuaron en temporalidades y espacios heterogéneos, guiados por actores históricos plurales y de condiciones distintas.

La historia regional de la revolución mexicana se vio fortalecida, indiscutiblemente, por la historiografía académica que se emprendió en los sesenta, setenta y ochenta, tres décadas. Gracias a los archivos, a la metodología, a los nuevos enfoques, varios autores destacaron en la interpretación de la pluralidad y diversidad de la revolución, tanto mexicanos como extranjeros. Las obras más importantes, sin duda, fueron las de John Womack (Morelos), Héctor Aguilar Camín (Sonora), Romana Falcón (Veracruz y San Luis Potosí), Carlos Martínez Assad (Tabasco), Thomas Benjamin (Chiapas), Mark Wasseman (Chihuahua), David LaFrance (Puebla), Raymond Buve (Tlaxcala), Heather Fowler Salamini (Veracruz y Tamaulipas), Francie R. Chassen, Francisco José Ruiz Cervantes, Paul Garner (Oaxaca), entre otros más. La revolución fue entonces una fragmentación de revoluciones. Una revolución popular en cada espacio y en cada tiempo, diversa como la sociedad misma.

Otro efecto de este auge historiográfico fue la interpretación de la revolución mexicana como un proceso que se expresó entre 1910 y 1940, con sus antecedentes en el porfiriato, pero también en el funcionamiento del Estado revolucionario después de 1940. La interpretación global de la diversidad revolucionaria fue producto de los varios estudios importantísimos, como las obras de Arnaldo Córdova, Adolfo Gilly, Jean Meyer, Lorenzo Meyer, Armando Bartra, James Cockroft, Friedrich Katz, Francois-Xavier Guerra, Alan Knight, Ramón Eduardo Ruiz, Enrique Krauze, John M. Hart, Hans Werner Tobler, que representaron un conocimiento amplio de gran visión sobre la revolución. Esto sin contar las visiones de historiadores rusos, con su maniqueísmo marxista, como Alperovich y Rudenko.

La historiografía de tema revolucionario derribó las viejas descripciones de los protagonistas y del oficialismo en todos los niveles. Los pseudo historiadores de los estados de la república quedaron rebasados, los divulgadores con facha de propagandistas mucho más, los contadores de historias burócratas igual. La ideología legitimadora de la revolución, que servía al poder político en los estados y en el nivel nacional quedó reemplazada en los conocimientos del pasado revolucionario. Sin embargo, las viejas visiones acerca del pasado revolucionario siguieron siendo influyentes en los libros de texto y en la enseñanza de la historia en los niveles básicos y medio básicos de la educación o, lamentablemente, en las fechas cívicas o efemérides oficiales o, en ciertos museos o instituciones culturales. Se ha dificultado que las nuevas interpretaciones acerca de la revolución mexicana modifiquen las visiones oficialistas que perduran aún en la actualidad.

El revisionismo histórico cambió totalmente el conocimiento y la interpretación acerca de la revolución mexicana. Sin embargo, esto ocasionó la fragmentación de temas y la recurrencia de incluirlos en otros actores o escenarios. El estudio de temas puntuales o aislados ha sido una consecuencia del revisionismo en los recientes veinte años del siglo XXI. No existe una reinterpretación de estos temas en su esencia y sustancia, sino en comparación con otros aspectos y escenarios locales o regionales. La multidiversidad y multipluralidad se ha trasminado igualmente a otros periodos de la historia mexicana, la independencia, el siglo XIX, el porfiriato, la misma revolución o el periodo contemporáneo. Tesis, libros, artículos, compilaciones reflejan una gran fragmentación, poco significativa para la reinterpretación general o total de los fenómenos históricos.

La historiografía revisionista rompió un paradigma del conocimiento de la revolución mexicana en treinta años. El efecto fragmentador, sin embargo, ha representado un problema en los últimos tiempos, porque contamos con una historiografía difusa, estancada en la descripción y que resalta hechos o personajes, sin un análisis global que permita la explicación de los procesos históricos en los periodos que caracterizan a la historia de México. La crisis historiográfica actual requiere una transformación que favorezca la divulgación histórica desde un punto de vista más popular y que influya en la enseñanza de la historia y la publicación de nuevos libros de texto. El historiador debe influir en el logro de nuevas interpretaciones históricas que la gente conozca acerca de nuestro pasado común y colectivo.

noviembre 07, 2021

Historiografía sobre la Iglesia Católica en México

 A Marta Eugenia García Ugarte, benefactora, generosa y gran amiga

La historia de la institución religiosa católica en México ha sido centro de atención por parte de los historiadores eclesiásticos, autodidactas, académicos y divulgadores en todos los tiempos. La Iglesia ha sido un objeto de estudio continuo. Su funcionamiento y actividades han sido por lo regular polémicos o han estado presentes en contextos históricos de gran interés o curiosidad o hasta morbo para la sociedad. La historiografía ha sido abundante, polémica en muchos casos, materia de seriedad y profesionalismo por los historiadores académicos. Sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, esta historiografía ha dado cuenta puntual de la trayectoria histórica de esta institución añeja. Las congregaciones y sus miembros han dado cuenta de sus actuaciones en comunidades, pueblos, municipios, estados y en la nación o en el ámbito diplomático incluso. En todos los niveles, la actuación eclesiástica católica ha incidido en el comportamiento y la vida cotidiana de la sociedad mexicana, de allí su importancia como objeto de estudio.

En los siglos coloniales, las órdenes religiosas merecieron obras testimoniales y relatos sobre los distintos aspectos del quehacer de los clérigos, miembros de la jerarquía, la vida religiosa en los conventos e iglesias, la catequesis, las relaciones con los indígenas o los vínculos con los nobles. Los hechos eclesiásticos produjeron páginas y páginas de libros sobre la vida religiosa, el crecimiento patrimonial, la educación, el arte y la cultura sobre infinidad de pueblos, ciudades y provincias eclesiásticas donde actuaban las distintas órdenes religiosas, franciscanos, agustinos, jesuitas, dominicos, carmelitas, entre otras. La vida en seminarios o colegios, conventos y monasterios, leyendas y decires, fue plasmada muchos textos. A estos testimonios y crónicas se debe el conocimiento con respecto a los estamentos coloniales, compuestos por criollos, mestizos, indígenas o afrodescendientes o esclavos. Igualmente, la vida cotidiana y la mentalidad han formado parte de la actuación y manejo de la Iglesia en todos los niveles. Los pasajes y relatos, guardados en archivos o bibliotecas, han sido fuentes indiscutibles para la investigación.

Las crónicas también permitieron el conocimiento  de la institución eclesiástica en cuanto a composición y actuación. Iglesias y diócesis, escuelas, conventos y monasterios, archivos parroquiales o actividades cotidianas en distintas latitudes fueron conocidos gracias a esos escritos. Los personajes centrales, obispos y arzobispos, sacerdotes, priores y frailes, monjas y superioras, emergieron como parte de los actores históricos fundamentales de la historiografía novohispana. La vida cotidiana en los espacios eclesiales ha sido de particular interés en esas obras guardadas en el tiempo en las bibliotecas de distintas órdenes religiosas y archivos eclesiales.

Durante buena parte del siglo XIX la historiografía eclesiástica continuó produciendo crónicas y testimonios sobre las actividades de la Iglesia y de los personajes, sobre todo haciendo énfasis en la participación de los clérigos o intelectuales en la independencia de México. La Iglesia como institución siguió siendo parte de la vida mexicana aún después de 1821. Era parte de la política y de la economía, pero igualmente de la sociedad y la cultura. Estaba muy arraigada la religión católica en el país, casi toda la población la profesaba. La educación era plenamente religiosa y conventual, dependiente de los colegios y centros que controlaba la Iglesia. La historiografía estuvo imbuida de acontecimientos relacionados con la Iglesia, sobre todo cuando los liberales intervinieron para quitar su influencia en la construcción de la nación. Las leyes de reforma rompieron, prácticamente desde 1857 y con antecedentes desde 1833, el poderío eclesiástico en muchas congregaciones. La producción historiográfica de la segunda mitad del siglo XIX en mucho se vio influida por esta circunstancia, expresando las reacciones de los miembros de la institución con respecto a la legislación liberal que se fue aplicando poco a poco hasta bien entrado el decenio de los setentas. La vida de los santos, de los mártires, de los obispos y arzobispos o sobre la aplicación de encíclicas o disposiciones fueron temas recurrentes en la segunda mitad de esa centuria.

La conciliación Iglesia-Estado durante el porfiriato, entre 1876 y 1910, fue un proceso muy adecuado para la actuación de la Iglesia. No hubo confrontación, sino conciliación, lo que fue parte del status quo de la dictadura de Porfirio Díaz por más de treinta años. Los arzobispos y enviados apostólicos del Vaticano llevaron la fiesta en paz con el gobierno. Se habló de un concordato que fue difícil de establecer. Esto permitió que la Iglesia contara con estabilidad en cuanto al manejo de la educación, su economía agrícola y urbana, el poderío con las élites locales, la organización social de sindicatos u organizaciones de carácter campesino y obrero. La Encíclica Rerum Novarum de 1891, permitió que la Iglesia asentara sus reales en el campo social, ampliando su influencia espiritual y cultural. Hubo crónicas y testimonios sobre esta circunstancia, que enaltecieron siempre el orden de cosas existente.

En el siglo XX, la historiografía de la Iglesia católica en México ha tenido momentos de esplendor, tanto por parte de historiadores católicos, como de historiadores profesionales o académicos, también por parte de autodidactas y escritores divulgadores. Emblemáticas han sido las obras de historiadores católicos como José Bravo Ugarte, Mariano Cuevas, José Gutiérrez Casillas, Gerard Decorme, Alfonso Alcalá Alvarado, donde se resaltaron historias totales y de síntesis sobre la institución eclesiástica desde la Colonia hasta buena parte del siglo XX, y donde las distintas congregaciones y personajes emergieron como principal centro de atención. Lo más valioso han sido las obras de Bravo Ugarte, donde se emprendió una descripción general del despliegue territorial y temporal de las distintas Diócesis y obispos desde el establecimiento de la Iglesia en México. Esta obra ha tenido gran trascendencia en el estudio y análisis de la institución eclesiástica en México, lo que ha impactado el desarrollo historiográfico posterior.[1]

Los historiadores eclesiásticos abundaron resaltando los aspectos de la vida religiosa en el campo espiritual de la sociedad mexicana en pueblos y ciudades en distintos periodos. Muchos hicieron énfasis en el periodo de la revolución o en la posrevolución, donde la vida de la Iglesia experimentó una tormenta transformadora por las diferencias y enfrentamientos con el Estado. Hay crónicas y testimonios sobre las experiencias que los católicos, miembros de la Iglesia o no, vivieron frente a los revolucionarios anticlericales o frente a la legislación contraria a la vida religiosa que la Iglesia llevaba dentro de la sociedad mexicana. La expedición de la Constitución de 1917, que reguló desde entonces las actividades de la Iglesia católica en México, representó un cambio muy fuerte en las relaciones Iglesia-Estado y, por supuesto, en el papel que jugaría la Iglesia católica en la vida mexicana. El control del Estado por sobre la Iglesia fue una razón de la sublevación de los católicos contra la revolución hecha gobierno. Las experiencias con la revolución constitucionalista, el movimiento cristero, la persecución en los treinta, la “segunda” cristiada, el sinarquismo, y el proceso de confinamiento de la religión a la esfera espiritual fueron ampliamente descritas por historiadores católicos. Asociaciones y organizaciones católicas fueron las encargadas de defender lo que se llamaba como “derechos legítimos de la Iglesia”. Algunas representaron amplios movimientos sociales ligados a la Iglesia, con los historiadores que dieron cuenta de su expresión. Muchos de ellos emprendieron un martirologio muy particular, pero igual describieron el actuar de organizaciones católicas o de los enfrentamientos con el ejército y la policía revolucionarias, o , aún más, en el marco de la opinión pública de esos años.

Particularmente entre 1917 y 1950, la historiografía de tema católico fue abundante en cuanto a esos periodos cruentos de las relaciones Iglesia-Estado. Los historiadores eclesiásticos produjeron gran parte de la memoria de actuación de los religiosos y católicos en la historia de México, tanto para el caso colonial, como para el siglo XIX, el porfiriato, la revolución y la posrevolución, con algunas luces para la etapa contemporánea. La historiografía académica quiso mantenerse lejana de la investigación o interpretación de la Iglesia católica en México. Fue hasta bien entrada la década de los sesenta, que la academia fijó su atención al tema de manera profunda y muy amplia.

Moisés González Navarro, Alicia Olivera, Jean Meyer, fueron los pioneros del impulso que cobraría la historiografía sobre las cuestiones religiosas católicas en México, durante el decenio de los sesentas, haciendo historias basadas en documentación de primera mano y sin el sesgo eclesiástico que los otros historiadores habían dado a la producción historiográfica del tema. Fue el inicio de la historiografía académica acerca de la Iglesia católica y los católicos en México.

El estudio del porfiriato implicó el análisis de la actuación de la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XIX. Luego se impulsó el estudio del movimiento cristero en el periodo de 1926-1929, que implicó el estudio del tema de las conflictivas relaciones entre la Iglesia y el Estado durante la revolución y la posrevolución, 1910-1940. Luego vinieron los estudios generales sobre la historia de la Iglesia católica en México, realizados por Daniel Olmedo, Roberto Blancarte, Antonio Rubial, Clara García Aylardo, Elisa Luque Alcaide, Leonor Correa, Alfonso Alcalá Alvarado, María Alicia Puente Lutteroth, Manuel Ceballos Ramírez, Álvaro Matute, Evelia Trejo, Brian Connaughton, Ana Carolina Ibarra, Marta García Ugarte. Unos se enfocaron en la Colonia, otros en el siglo XIX y los más en el siglo XX. Esta historiografía implicó un conocimiento global y total del desempeño de la Iglesia y sus componentes. La mayoría de esta historiografía fue realizada en la última década del siglo XX y en la primera del siglo XXI.

Los estudios institucionales, sociales, educativos, biográficos, regionales y de los movimientos sociales, las relaciones entre el poder civil y el clero,  tuvieron un gran auge, gracias a las fuentes y a la apertura de archivos para la investigación. El acceso al Archivo Histórico del Arzobispado de México y el Archivo Histórico del Arzobispado de Guadalajara, o a archivos particulares provenientes de la Iglesia o de organizaciones católicas y personajes, favoreció una gran expansión de la historiografía. También la apertura de los archivos vaticanos tuvo su impacto en la investigación histórica. A esto debe sumarse la existencia de asociaciones de historiadores y la organización de infinidad de reuniones académicas, que estimularon grandemente a la historiografía por parte de historiadores académicos y católicos, a los que se sumaron autodidactas y uno que otro divulgador. Se impuso la historia global, pero también la historia local y regional, así como la realización de infinidad de monografías. Historiadores extranjeros se sumaron a este auge historiográfico como Eric Van Young, David Brading, William Taylor, entre otros.

Las reformas borbónicas, la ciencia y las humanidades, los personajes de los curas en la independencia, el papel ideológico de los obispos, las finanzas eclesiásticas, el fuero eclesiástico, las autoridades episcopales, las corporaciones eclesiásticas, los clérigos en la sociedad, los obispos en las rebeliones sociales, los grandes personajes y héroes en las regiones, las bibliotecas, la actuación del clero en varias ciudades y pueblos, la infraestructura de la educación, la ideología de la educación, los lazos entre el clero y los gobernantes, las relaciones diplomáticas con el Vaticano, el combate a la reforma liberal, la desamortización de bienes eclesiásticos, los arzobispos primados de México, las sociedades católicas, los sindicatos, las encíclicas y su aplicación, las devociones, las prácticas religiosas, las celebraciones católicas, los proyectos pastorales y eclesiales, las creencias, las tradiciones, los niños y jóvenes o las mujeres en la Iglesia, la teología, las familias, los libros y las obras, las manifestaciones religiosas populares, el patrimonio inmueble, entre otros, han sido los temas más trabajados por la historiografía sobre la Iglesia católica en México entre 1960 y la actualidad.

Las grandes líneas de investigación sobre la historia de la Iglesia en México, se concentran en trece tópicos: controversia indiana; orígenes del clero; Virgen de Guadalupe; obispos, cabildos y clero mexicano; formación clerical; concilios provinciales; reformas borbónicas y la transición de la monarquía a la República; Compañía de Jesús; las misiones; el siglo XIX en general; el catolicismo social; la intervención de la Iglesia en la Revolución; la situación de la Iglesia en la época contemporánea.[2] No sería posible mencionar obras y autores por la inmensidad de objetos de estudio vinculados a la historia de la Iglesia Católica en México. Marta García Ugarte y Sergio Rosas han hecho un intento muy loable, pero inacabable, ya que es un reto emprender un balance general y específico de la historiografía producida.

De las virtudes y bondades de la historiografía mexicana se encuentra, justamente, el tema de la historia de la Iglesia Católica en México. Sigue dando frutos por la abundancia de fuentes de archivo, testimonios y bibliotecas. Los estudios regionales también brindan una veta inacabada para la historiografía católica, en cuestiones de patrimonio, educación, actores, movimientos sociales y cultura.

Hay un ejército de historiadores que se encuentran estudiando los diversos aspectos del tema de la Iglesia, en tesis de licenciatura, posgrados e investigación académica. A esto se han sumado varios casos de escritores que han abordado distintas esferas sobre la Iglesia católica desde la década de los noventa, porque es un tema atrayente y que vende al gran público. Hay aportaciones también en el aspecto digital, tanto en lo que se refiere a personajes, como de acontecimientos puntuales para el caso de los siglos XIX y XX

 



[1] Buena síntesis de la historiografía católica mexicana se emprende por Marta Eugenia García Ugarte y Sergio Rosas, “La Iglesia católica en México desde sus historiadores, 1960-2010”, en Anuario de la historia de la Iglesia, Universidad de Navarra, España, (Pamplona, España): vol. 25, 2016, p. 91-161.

[2] Ibidem, p. 106 y s.s.