Albino García Ramos, era un atrevido y arrogante caporal
que trabajaba en las haciendas inmediatas al valle de
Santiago, rica población de la intendencia de Guanajuato, y que
había logrado una grande y bien merecida fama no sólo
en el pueblo, sino por toda la región, merced a que era un
habilísimo lazador y maravilloso jinete.
Fernando Osorno,
El insurgente Albino García,
México, SEP, FCE, 1982, p. 25.
Los grandes episodios de la guerra de independencia en el Bajío fueron protagonizados por cinco importantes personajes. Miguel Hidalgo y Costilla, Ignacio Allende, Albino García Ramos, Agustín de Iturbide y Luis Cortázar y Rábago.
La historia de Albino García quedó plasmada en unos versos:
I
A orillas del ancho cauce
de en apariencia tranquilo
corre el caudaloso Lerma
entre robustos sabinos;
poblada de hermosos huertos
de limeros exquisitos,
emergiendo de las frondas
de saucedales floridos,
se alza, por decirlo así,
en el centro del Bajío
(extensa y fértil llanura
cuyo suelo es feracísimo),
una ciudad que era antaño,
conjunto de pueblecillos
indígenas, que entregados
de las tierras al cultivo,
lograron fundar la Villa
de Salamanca, por título
del Virrey Gaspar de Zúñiga,
ha muy cerca de tres siglos.
En uno de los hogares
de aquel pintoresco sitio,
arrullada por las brisas
y los murmullos del río,
mecióse la humilde cuna
del gran guerrillero Albino,
valiente entre los valientes,
jefe osado y activísimo,
que cuando estalló la guerra
de Independencia, solícito,
en torno suyo reunió
en puñado de aguerridos,
que como él, en el manejo
del caballo, eran muy listos.
Y llegó el “Manco” García
(como llamaban a Albino),
a ser de los españoles
con justa razón remido;
porque a su valor ingénito,
su sagacidad y brío,
adunaba una estrategia
“sui géneris” al batirlos,
burlando la disciplina
de los jefes más peritos.
La “reata” dicen que era,
de sus medios ofensivos
el más terrible, pues que,
al frente del enemigo,
destacaba dos jinetes,
que caminaban unidos,
los extremos de una reata
llevando en las sillas fijos.
Y abriéndose raudamente,
cuando se hallaban a tiro,
con la cuerda bien tendida,
veloces cual torbellino,
derribaban del contrario
las filas, siendo seguidos,
por otros y otros jinetes,
que con ímpetu bravío,
sembraban en los realistas
el pavor y el exterminio.
Ya el nombre del guerrillero,
del bravo insurgente Albino,
era célebre por todo
el anchuroso Bajío.
Cuan presto lo derrotaban
en un punto, en otro sitio,
presentábase al instante
con fuerza mayor y brío,
siempre audaz, siempre temible,
en un batallar continuo,
desbaratadas sus tropas,
pero jamás sorprendido.
Y así que se le hostigaba
sin dejarle ni un respiro
hacia el Valle de Santiago,
su baluarte favorito,
íbase rompiendo bordos
de los vallados, que henchidos
con las aguas destinadas
para el riego de los trigos,
desbordábanse en los campos
inundando los caminos,
e interceptaban el paso
al ejército enemigo.
Y mientras, cobraba aliento
fuera de todo peligro,
para volver a la carga
más vigoroso y activo.
II
Cansado el Virrey Venegas
de saber que en tanto lance,
el famoso guerrillero
saliera siempre triunfante,
ordenóle a García Conde
que sin demora emplease
cuantos esfuerzos pudiera
con el fin de exterminarle.
A Iturbide y a Negrete,
el Brigadier, al instante
mandó que lo persiguieran
hasta no lograr su alcance;
y en tanto que los dos jefes
luchaban por encontrarle,
Albino, enfermo, en camilla,
sobre el campo de combate,
por excusadas veredas
Y bosques impenetrables,
con sagacidad burlaba
De García Conde los planes;
porque sin ilustración,
hombre rudo e ignorante,
sus naturales talentos
en la milicia, eran grandes,
y era capaz de batirse
con expertos generales.
Pero una noche, Iturbide,
camina con rumbo al Valle,
en donde se hallaba Albino
sin esperar un ataque;
encuentra en profundo sueño
a los insurgentes, y hace
que más de ciento cincuenta,
con inaudita barbarie,
en el acto se fusilen
después de un bravo combate;
más con exclusión de Albino,
de quien logra apoderarse,
y a García Conde lo lleva,
como una prueba palpable,
de que en la reñida lucha
él ha salido triunfante.
III
En las calles de Celaya
nótase gran movimiento,
cual si a celebrarse fuera
un triunfo, pero siniestro.
las albas de artillería
despiertan vibrantes ecos,
y las alegres campanas
repican a todo vuelo.
Están las tropas realistas
formando valla; a lo lejos,
de los clarines y parches
se escuchan los sones bélicos
que baten marcha de honor
con grabe y marcial acento.
Por todas partes se miran
grupos de gente del pueblo,
porque se prepara grande,
solemne recibimiento
de Capitán General,
y, fingido todo eso,
demuestra que el regocijo
es infamante y burlesco.
Mas no parte de la masa
noble y sensata del pueblo,
que aclamó Generalísimo
a Hidalgo, frente a su ejército.
No, viene de García Conde,
que olvidado de su puesto,
de su honor y su decoro
de soldado y caballero,
fraguó el odioso padrón
de ignominia, el más sangriento,
para recibir tan sólo
a su valiente prisionero…
por entre la muchedumbre
que absorta y muda contémplalo,
se mira cruzar a un hombre,
y todos claman: ¡El Reo!
Es Albino, que cargado
de cadenas, bajo el peso
de su desgracia, al patíbulo
camina firme, resuelto.
No saciado García Conde
con su mofa, no contento,
tiene la infelicidad
de insultar al prisionero,
quien con altivez y digno,
al ver que insultan a un muerto,
lanza a Conde una sonrisa
de lástima y de desprecio.
IV
Y cae el ocho de junio
de mil ochocientos doce,
destrozado por las balas
del infame García Conde,
el guerrillero insurgente
Albino, terror y azote,
en el inmenso Bajío,
de los jefes españoles.
Y mutilan el cadáver,
según los usos feroces,
de aquellos tiempos de lucha,
de venganzas y de horrores.
separada la cabeza
de Albino, el cruel García Conde,
de Celaya en una calle
ordena que se coloque;
una mano en Irapuato
para escarmiento se pone,
y en Guanajuato la otra
queda clavada en un poste
de San Miguel en el cerro…
Tal era el pavor que el nombre
del gran Albino García
al Virreinato infundióle,
por liberar a la Patria
dándole su sangre noble
y demostrando a la historia
con el brillo de sus dotes,
cómo sucumben los héroes
con la firmeza del bronce.
Agustín Lanuza, reproducido en Fernando Osorno Castro, op. cit., p. 174-180.(1)