El 19 de mayo de 1822, el Congreso mexicano por fin pudo dar a conocer una declaración formal, publicada en un desplegado por los miembros de la Regencia, de que Agustín de Iturbide había sido electo Emperador Constitucional del Imperio Mexicano, cumpliendo entonces con el Acta de la Independencia del Imperio signada el 28 de septiembre de 1821, así como lo establecido en el Plan de Iguala. El juramento del nuevo emperador debía cumplirse dos días después. 67 diputados estuvieron a favor, 15 refirió que la decisión debía trasladarse a las provincias. 82 diputados estuvieron presentes, aún cuando deberían de estar 102. No se respetó un artículo de los Tratados de Córdoba que ofrecía el trono a un príncipe europeo, porque finalmente la fuerza política del agraciado se sustentaba en su papel del “gran libertador de México”. Era aclamado por el “populacho” desde que las huestes de Celaya lo habían propuesto públicamente un día antes de la votación, denominándolo como Agustín I.
El título que usaría como monarca fue ese mismo, “Agustín, por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación, Primer emperador Constitucional de México”. El Congreso de inmediato dictó disposiciones para disponer los fondos financieros necesarios para el despegue del “fastuoso” Imperio, cuya primera residencia sería en el Palacio de los Virreyes que se puso a su disposición. El sueño imperial con Palacio, sueño de poderío y esplendor para la construcción de la nación monárquica constitucional. El escudo del Imperio resaltaba la corona que sostenía al águila, preponderando entonces a la monarquía recién instaurada como destino del nuevo país. Los cabildos de las provincias de inmediato se expresaron en elogios y felicitaciones, en algunos sitios se prolongaron por meses. Los eclesiásticos expresaron su beneplácito porque el monarca garantizaría la libertad y la legalidad. La ceremonia de coronación fue programada para el 27 de junio con bomba y platillo. Tuvo que posponerse porque Iturbide había enfermado. Se realizó hasta el 21 de julio en la Catedral de México. El sueño de gloria se cumplía.
William Spence Robertson, biógrafo de Iturbide (Iturbide of Mexico, Duke University Press, 1952, obra traducida y publicada por el FCE en 2012, p. 266), hace la crónica de la coronación:
En lo principal, la ceremonia siguió un programa elaborado por una Comisión del Congreso. Filas de soldados hicieron valla en las calles que recorrió la comitiva imperial. Las casas y los edificios públicos fueron decorados con pendones, banderolas y tapices. La procesión, que incluyó a muchos dignatarios civiles y eclesiásticos, comenzó en el Palacio de Moncada a las 10 en punto de la mañana del domingo 21 de julio. Un coche que conducía al emperador Agustín I, vestido, según Beruete, con el uniforme de coronel del regimiento de Celaya, fue escoltado por un buen número de generales, en tanto que la emperatriz Ana María, ataviada magníficamente, iba acompañada por las damas de la Corte. En la puerta central de la catedral, la procesión fue recibida por el cabildo eclesiástico y por los obispos de Puebla, Durango, Oaxaca y Guadalajara, quienes iban a tomar parte en la ceremonia. Arguyendo que él no podía oficiar sin autorización del papa, el arzobispo Fonte no sólo había declinado ungir al gobernante, sino que de hecho se había retirado de la capital. Fonte declaró posteriormente que al solicitar la asistencia de los mencionados obispos a su ungimiento en la catedral de México, el emperador había prometido que protegería a la Iglesia y a sus ministros.
A su llegada a la catedral, los monarcas, recién ataviados con vestiduras imperiales, fueron escoltados hacia los improvisados tronos. Después de que el obispo Cabañas había oído la profesión de fe del monarca y lo había ungido al pie del churriqueresco altar mayor, Rafael Mangino, presidente del Congreso, colocó una corona imperial, que había sido fabricada en México, sobre la cabeza del emperador arrodillado. Con su propia mano el soberano colocó entonces una tiara sobre la frente de su esposa. El obispo de Puebla pronunció un elocuente sermón sobre el texto Et clamavit omnis populus, et ait. Vivat Rex. Razonó que la elección de Agustín de Iturbide como monarca de México había sido a semejanza de la de Saúl como rey de Israel, inspirada por Dios.
Antes de que la ceremonia hubiese terminado, Mangino pronunció un discurso en el que declaró que la Iglesia, con sus augustas ceremonias, había colocado la piedra angular del nuevo edificio político. Expresó sus esperanzas de que el gobierno paternal del emperador, su celo por la observancia de la Constitución y las leyes, su ansiedad por la conservación de la fe católica romana, su ilustrado deseo por el avance del arte y de la ciencia y sus esfuerzos heroicos por mantener la libertad y la independencia mexicanas, obtendrían para él las bendiciones de sus súbditos.
El libertador de México alcanzaba el máximo poder de la nueva nación con el beneplácito de la Iglesia, el ejército y los nuevos poderes constitucionales. Agustín I declaró que sus intenciones estaban concentradas en el logro de “la felicidad del pueblo mexicano”. Asentó: “Conservaré la religión, la independencia y la unión de los mexicanos… y fiel a mis juramentos, preservaré también la libertad pública y marcharé firmemente a través del camino señalado por la Constitución”. (Citado en Robertson, p. 268) La ceremonia duró cinco largas horas. Muchos invitados definieron el acto como un teatro de oropel, ridículo y vergonzante.
El personaje central de la trama era un hombre de 38 años, con una personalidad arrogante y atlética, era benévolo y, a su vez, amargo e inflexible. Las crónicas lo definían como reservado y cauteloso, aunque promiscuo en su actuar. La conformación de los miembros prominentes de la Corte se definió con cierta cautela. El marqués de San Miguel de Aguayo era el mayordomo, el marqués de Salvatierra fue designado como capitán de guardia. Ocho oficiales militares fueron asignados como ayudantes. El obispo de Guadalajara fue asignado como limonero mayor, y el obispo de Puebla fue el capellán mayor. El confesor de su majestad fue un fraile de Valladolid, llamado José Treviño. Capellanes abundaron, además de los caballeros de cámara, y pajes, médicos, cirujanos, chambelanes, damas de honor y doncellas. Toda una colección de personajes conformaron la Corte desde el primer día. Robertson anota: “El antiguo palacio de los virreyes había sido naturalmente seleccionado como el lugar adecuado para las oficinas administrativas del gobierno nacional y como la residencia oficial de la corte imperial. Sin embargo, en virtud de que dicho edificio estaba siendo renovado y preparado, los miembros de la familia Iturbide habían sido alojados en una mansión (conocida después como Hotel Iturbide) que había sido construida por un noble mexicano en el estilo renacentista. Reamueblada por el emperador se hizo conocida como Palacio de Moncada”. (Robertson, p. 271) Las provincias de Valladolid y Guanajuato fueron las más entusiastas porque conocían al nuevo monarca con detalle desde la insurgencia, unos le temían, otros, le admiraban, unos más lo envidaban.
Los cimientos del nuevo Imperio fueron fortalecidos por el Congreso, que dispuso la creación de un Consejo de Estado, compuesto por 13 miembros, que trabajarían mano a mano con el emperador sobre ciertas leyes y disposiciones, indispensables para la “buena marcha” de la Monarquía mexicana. La hacienda pública, de por sí apretada y ahorcada, se vio de inmediato acrecentada en gastos superfluos y egresos abundantes para rendir al emperador y a la Corte. La imagen imperial costaría miles de miles de pesos entre 1822 y 1823. La parafernalia y lo superfluo se priorizaron sobre lo indispensable. La creación de la Orden Imperial de Guadalupe fue un ejemplo de excesos para congraciarse con cierta clase de políticos que habían ocasionado la entronización del emperador. La Gaceta Imperial de México consignó los actos y a los agraciados. Vicente Rocafuerte, testigo de todos esos actos, ecuatoriano, en 1822, escribió sobre las características del emperador, lo catalogaba como una desgracia para el nuevo país:
Sanguinario, ambicioso, hipócrita, soberbio, orgulloso, falso, ejecutor de sus hermanos, perjuro, traidor a todos los partidos, acostumbrado a la intriga, a la prostitución, al robo, a la iniquidad, nunca ha experimentado un sentimiento generoso. Ignorante y fanático … no sabe ni siquiera lo que significa la Patria o la religión… Oh mexicanos! ¿Qué no hay un curso secreto de ira en el cielo, una flecha de ira que con implacable furia destruya al hombre que erige su propia fortuna sobre las ruinas de su país? (citado por Robertson, p. 275)
Otros personajes continuaron criticando la trayectoria y personalidad del emperador mexicano, negando las características de bondad que muchos le imponían al convertirse en el “libertador de México”, ahora convertido en emperador. Prácticamente, desde el mes de mayo de 1822, las conspiraciones, críticas y descontento inundaron los corrillos, las publicaciones y los dichos. En el ámbito político y social había toda una atmósfera de oposiciones al Imperio, sobre todo en la capital y en algunas provincias, provenientes de ricos hacendados, comerciantes, políticos, eclesiásticos, que no estaban de acuerdo con el orden de cosas existente, mucho más, en contra del emperador, que fue cuestionado por su trayectoria militar y política en el centro del país en la década anterior. Hubo demasiada efervescencia, tanto así que el Congreso tuvo que decretar en el mes de julio sobre la desafección al gobierno, recomendando al emperador la constitución de tribunales civiles y militares al respecto para neutralizar el descontento o los conspiradores que abundaban, porque esta circunstancia iba en contra de la libertad y la independencia, pero igualmente, en la estabilidad que se buscaba para la prosperidad del Imperio. No se logró la estabilidad para que el Imperio despegara. La “grilla” estuvo fuerte, los chismes y la oposición no se detuvieron, sobre todo, en el ámbito del Congreso.
Las relaciones entre el emperador y los diputados del Congreso se tornó difícil y conflictiva durante el mes de agosto de 1822, tanto así que varios diputados fueron apresados junto con cuarenta personas. Carlos María de Bustamante, José Fagoaga, José Joaquín de Herrera, Fray Servando Teresa de Mier y José del Valle fueron detenidos. Iturbide se curó en salud:
He jurado a la nación gobernar de acuerdo a un sistema constitucional. Seré fiel a mi palabra y respetaré lo que realmente existe hasta donde el bienestar del Imperio lo permita. Sin embargo, si debido a las faltas de su organización o a las pasiones de sus agentes, se manifiesta el deseo de convertir ese sistema en un instrumento de anarquía, la nación misma, en uso de sus derechos soberanos, proverá (sic) una nueva representación legislativa. Yo seré el primero en invocar dicha legislatura de manera que, provisto de leyes que salvaguardaran el bienestar general de los ciudadanos, yo disminuiré la enorme carga de la administración, misma que no debo ni deseo ejercer despóticamente. De acuerdo con mis principios y los más fervientes deseos de mi corazón, seré monarca constitucional sujeto a todas las leyes que emanen de los órganos legítimos establecidos por la nación. (citado en Robertson, p, 294)
El conflicto con el Congreso siguió en los próximos meses. Hubo otros personajes que escribieron sobre las iniquidades del régimen encabezado por Iturbide, recordando las malas acciones que había tenido en la época de la insurgencia. Hubo testimonios tremendos de ese actuar de personas que habían sido afectadas de una u otra forma. La brecha de sangre y muerte no se podía olvidar, así como la arrogancia y soberbia con la que se había conducido en varios hechos. Siempre se recordaban sus acciones en el Bajío y Valladolid, con su ola de sangre y destrucción y violencia. La ola de conspiraciones y críticas no paró, mucho más por el conflicto con el Congreso y otros hombres prominentes. Luis Cortázar fue ordenado para que disolviera el Congreso. Iturbide mencionó que los diputados habían defraudado al Imperio y a México. El 31 de octubre de 1822, el Congreso estaba disuelto. Se estableció un mecanismo mediante una Junta para elegir a un nuevo Congreso. La disolución rompió con el equilibrio de la oposición y la disidencia, pero no logró renovar la estabilidad o aplacar a los opuestos.
Los pleitos con el Congreso ocasionaron un trastorno mayor para el Imperio. El asunto se prolongó hasta finales del año, con lo cual la gobernabilidad ya no fue viable. Se tuvo que legislar para establecer un reglamento para el gobierno imperial, pero también para establecerlas bases de un nuevo Congreso. Una nueva Constitución debía emerger, estableciendo un gobierno monárquico, constitucional, representativo y hereditario, donde el clero seguiría contando con sus privilegios con una división de poderes y contando con jefes supremos en cada provincia. El emperador sería la cabeza del sistema y el engranaje constitucional, restando facultades al Congreso. Durante los primeros meses de 1823, las discusiones legislativas continuaron, siempre resaltando la oposición a ciertos puntos. No hubo una acción de gobierno que fructificara por la acción opositora de los diputados. No hubo mejoras en el sistema administrativo, tampoco ciertas medidas de carácter social y mucho menos la aplicación de la ley orgánica provisional del gobierno. Gran parte de los diputados prefirieron apoyar la forma republicana de gobierno, que la monarquía, por lo que hubo un gran rompimiento con el monarca. Se decía que Iturbide era un déspota. Además con diferencias con otras naciones, principalmente con Estados Unidos. Las desavenencias con las provincias fue otra característica creando una corriente contraria al manejo del Imperio.
El 1 de febrero de 1823 se expidió el Plan de Casa Mata en Veracruz. Los firmantes eran oficiales reconocidos como Anastasio Bustamante, Luis Cortázar y José María Lobato. Decían que México estaba en peligro por la carencia de una legislatura nacional, insistieron en que la soberanía residía en el pueblo y que debía instalarse un nuevo Congreso que podía proteger al ejército. Una comisión del ejército pondría el Plan en manos de Iturbide. Detrás de todo esto estaba Antonio López de Santa Anna, que desde el mes de diciembre había insistido en la necesidad de deponer al monarca y establecer una república. Para Santa Anna, el Plan era muy parecido al Plan de Iguala, en este caso contra un emperador que no garantizaba nada para la nación. Era un Plan revolucionario. Iturbide escribió: “Pasado mañana saldré de aquí con el objeto de impedir el mal tanto como sea posible y probar a los rebeldes lo superior que es mi alma a la de ellos. Les demostraré que el amor a mi país y no mis intereses egoístas es lo que ha sido el motivo de todas mis operaciones”. (Robertson, p. 326) Iturbide estaba muy molesto por la rebelión, que trastornaba, indudablemente, el camino del Imperio. Los conflictos y enfrentamientos minaron la fuerza política del emperador. Exhortó al ejército de las tres garantías a emprender acciones para derribar la rebelión republicana, encabezada por Guadalupe Victoria y Antonio López de Santa Anna.
Como estrategia, Agustín I reunió al Congreso. 59 diputados llegaron. Unos diputados estaban presos. Sin embargo, Iturbide entregó la carta de abdicación al trono el 29 de marzo, en mucho al conocer las condiciones escritas sobre su partida que se dieron días antes. Declaró que era obvio que todos los diputados se habían adherido al Plan de Casa Mata, por lo que no valdría ninguna acción revertir este hecho que iba en contra el Imperio. Abdicaba y se iría a un país extranjero en un par de semanas. Lo que menos quería es que se derramara “sangre mexicana”. El 18 de abril, el Congreso declaró traidor a Iturbide, adoptando las medidas pertinentes para combatirlo fuera del poder. Luego sería declarado “proscrito” por parte del Congreso, el 28 de abril de 1824, ante el peligro de su vuelta del exilio con el aval extranjero.
El conflicto permanente había minado su ánimo, sobre todo, por no contar con el apoyo del ejército y de una gran cantidad de fuerzas políticas y sociales. Escribió:
Resigné mi autoridad porque ya estaba libre de las obligaciones que me forzaron a aceptar de mala gana la corona. México no necesitaba mis servicios contra enemigos extranjeros, pues entonces no tenía ninguno. Respecto de los enemigos internos, mi presencia en vez de ser ayuda hubiera dado a la nación, porque podía ser empleada como pretexto para acusar que la guerra había sido movida por causa de mi ambición… Yo no abandoné el poder por miedo a mis enemigos: los conocía a todos y qué podían hacer. Tampoco actué porque hubiera disminuido la estima que el pueblo me tenía y mi popularidad, o porque me hubiera perdido el afecto de los soldados. Bien sabía que a mi llamado la mayoría de las tropas reunirían a los hombres valientes que todavía estaban conmigo y que los pocos que no lo hicieran, seguirían el ejemplo de aquellos en la primera batalla o serían derrotados. (Robertson, p. 344)
El 11 de mayo, Iturbide se embarcó con destino a Europa, con su familia y otros acompañantes. El periplo por varios países sirvió para acrecentar su entusiasmo por volver a México. El mareo imperial había concluido, aunque volvería para encontrar la muerte en su intento de reconquistar México, muy resentido por haber sido señalado como un traidor, negando su gloria como libertador. El 20 de julio fue sepultado en el cementerio de la parroquia de Padilla en Tamaulipas.